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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

Distanciamiento social: metáfora de la realidad

11 de abril de 2020

Hay que practicar el “distanciamiento social”. Alejarse de los demás. No sabemos cuándo volveremos a estar juntos, pero sí sabemos que cuando volvamos nada volverá a ser como antes.

Para nosotros, la gente más efusiva del planeta, resulta extraño. Distanciarse dos metros, usar mascarilla, no tocar a nadie, desinfectar todo, ponernos en cuarentena. Son protocolos indispensables, pero no son naturales para nuestra manera de ser.

Tampoco es natural ver la rapidez con que el coronavirus ataca a la población. La concentración de la enfermedad en nuestro puerto principal es catastrófica.

Basta observar que el lugar, a pesar de su Malecón 2000, de sus sonadas fiestas patronales, de sus concursos de caballo de paso, de su elegante Samborondón, tiene miles de personas dentro de la zona urbana y de sus recintos satélites, para quienes el agua corriente, un baño con sanitario y ducha, o un espacio suficiente para vivir, les están vedados. El único lujo posible es estar en la calle.

Las callecitas de los recintos siempre han alojado el ritual de la gente sacando sus sillas y bancos cuando el sol baja.
Tanto si vivimos en Guayas como en el resto del país sabemos muy bien lo que significa vivir en una sociedad altamente distanciada.

Ya nuestra condición geográfica nos divide, pero lo que es peor, vivimos en uno de los países con mayor desigualdad en ingresos económicos del mundo. Las personas que viven en los quintiles más bajos tienen acceso muy limitado a los servicios de salud, educación, transporte o seguridad.

Las investigaciones en salud pública mundiales sugieren que las personas de los estratos económicos más bajos tienen más probabilidades de contraer la enfermedad. Encuentran que los bajos ingresos están asociados con tasas más altas de enfermedades crónicas como diabetes o cardiopatías, lo que los hace más vulnerables.

Cada jefa de familia de bajos ingresos se ve obligada a aceptar un mayor riesgo de exposición, con lo que puede infectar a otros y poner en peligro a la sociedad en general.

Que la gente más pobre contrae más fácilmente la enfermedad lo prueban las denuncias de las autoridades de Chicago respecto a tasas enormemente altas de contagio de su población negra, o de las de Nueva York respecto a su población hispana.

La pobreza por sí misma está actuando como un multiplicador de la propagación y la mortalidad del coronavirus.
Mientras unos se telecomunican, otros se ven forzados a salir a la calle.

Esta situación nos remite a las pancartas de los que se levantaron en octubre. Estamos en América Latina, la región más desigual del mundo. Los investigadores que hacen correlaciones ya nos dirán porqué y cómo se disparó el virus y quiénes son sus principales víctimas. No es natural el estar socialmente distanciados. (O)

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