Las universidades han sufrido un proceso de transformación en estos últimos 10 años, más allá de los traumáticos y persecutorios procesos de acreditación en 2013 y aquel “particular” de recategorización en 2015.
En estos años los entes que regulan y acreditan el sistema de educación superior no comprendieron o no quisieron comprender el quehacer universitario. Se juzgó a las universidades, especialmente a las particulares, curiosamente con la lógica del mercado que tanto denostaban, erosionando su principal valor: su autonomía responsable.
Esos años pasaron y ahora se vive otro entorno, se respira un ambiente distinto, especialmente por los funcionarios que están al frente de las entidades que regulan y acreditan el sistema universitario. Prueba de ello son las recientes reformas a la LOES (2018), el Régimen Académico y el modelo de acreditación (2019), diseñados sobre la base de consultas a los principales actores del quehacer universitario. Sin duda hay aspectos positivos; no obstante, persiste un acentuado enfoque de control y regulación.
Se impone la necesidad de iniciar una nueva discusión de la educación superior que se halla en crisis (qué sector del país no está en crisis tras el correísmo), pero no deberá ser vía reformas, pues continúan enmarcándose en una visión anacrónica, controladora y miope de la educación superior.
Cabría iniciar preguntándonos si la educación ¿es un bien público? (nuestra Constitución así la define). Este precepto ha dado carta abierta a que el Estado regule y controle con los excesos y corrupción vividos. En este sentido, las universidades públicas y privadas son consideradas meros modelos o formas de gestión de este bien público. Somos algo más que eso.
Es importante plantearse otros conceptos, acaso la educación es ¿un derecho individual? o desde una visión de la economía ¿es un servicio que genera bienes públicos y también privados? Podrían caber otras preguntas. La definición es crucial. Merece la pena discutirlo. (O)