En meses recientes se ha hecho pública la generalizada práctica, que los dignatarios y servidores públicos de alto nivel, cobren parte del sueldo de sus asesores, asistentes u otros funcionarios dependientes. En otros términos, se trata una especie de impuesto o peaje que la persona debe desembolsar a cambio de obtener o conservar su cargo.
Sin entrar a desagregar las distintas modalidades y pretextos con que esto se ha intentado justificar; ni enfocarse en la evidente injusticia que es el investigar y sancionar a solo uno o dos “chivos expiatorios”; es dable evidenciar lo que esto revela sobre los mecanismos más íntimos del poder en nuestro país.
Los diezmos son una expresión más del patrimonialismo. Esta práctica consiste en concebir y manejar los recursos públicos como si fuesen privados.
En épocas absolutistas y/o feudales, o sea, antes de las revoluciones republicanas y liberales que dieron nacimiento a los estados modernos; el patrimonialismo era la norma: el peculio de reyes y señores era, también, y al mismo tiempo, el acervo del Estado: no existía distinción entre uno y otro.
El soberano manejaba los recursos fiscales como propiedad privada y por ello podía hacer con estos recursos lo que a bien tuviese.
Es una conquista de la modernidad política haber separado lo público de lo privado y haber introducido la norma que obliga al servidor público a tratar los recursos bajo su administración , como cosa ajena, de la que debe rendir cuentas al público, convertido en nuevo y verdadero propietario.
La generalizada práctica de los diezmos, delata claramente que en nuestro medio los políticos siguen operando como si los recursos y empleos puestos bajo su cuidado fuesen patrimonio personal. El subalterno que paga “diezmos”, no estaría -según esto- sino reconociendo que sus ingresos son una graciosa merced que el “verdadero” propietario le concede a su antojo. De esta manera el patrimonialismo absolutista/feudal sigue vivo entre nosotros. (O)