Tal vez el mundo no ha cambiado tanto desde el 11-S, cuando 2.750 personas perdieron su vida y los estadounidenses el sentido de seguridad, salvo porque americanos y europeos hoy tienen angustias económicas como las de cualquier hijo de vecino en el mundo. La creación de un enemigo islámico y hasta musulmán no tuvo eco en Latinoamérica, a excepción de Colombia, cuya necesidad de potencializar la palabra terrorista, aunque sin la asociación islámica, derivaba de su necesidad de defenderse del terror que la azotaba y que no puedo pedir a nadie, que no lo viviera, que lo comprenda. Sin embargo, esta situación aisló a Estados Unidos y fragmentó los afectos en el sur del continente y que solo gracias a la crisis económica actual parecen estar comenzando a restaurarse. ¡Qué paradoja!
Pasada una década, Estados Unidos conmemora su peor tragedia. No comparto esta calificación porque sería irrespetuoso con quienes mueren por el hambre o la guerra, y aunque no es menos triste en términos de pérdida de vidas humanas injustamente sacrificadas, creo que sí han tenido peores tragedias, solo que tal vez esta la perciben así por la espectacularidad mediática y casi cinematográfica con que se transmitió, o tal vez porque el pueblo americano encuentra en este hecho un símbolo de su vulnerabilidad.
En tan solo diez años, hemos visto a los americanos embarcarse en dos guerras formales en Irak y Afganistán, otras informales como las de Pakistán e Irán, otras en alianza con la OTAN como las de la antigua Yugoslavia, la actual en Libia y la posiblemente futura en Siria. No entiendo cómo no ven en esto una “peor tragedia”, ni siquiera por el número de sus propios muertos. Lo preocupante es que el gasto militar mueve una industria que es a su vez una gran generadora de empleo, y ello explica por qué la guerra terminó volviéndose una actividad económica más rentable que construir hospitales, carreteras o escuelas. Por otra parte, estas guerras y demás conflictos del Medio Oriente tienen como común denominador al petróleo.
Me gusta Estados Unidos y aprecio a todos los americanos que conozco, pero no acepto que ello me obligue a discriminar a los árabes o a los musulmanes. ¿Cómo es que los pueblos de los grandes astrónomos y matemáticos, de “Las mil y una noches” y de los grandes poetas, resultaron en nuestro imaginario como salvajes, atrasados, incultos y etiquetados como terroristas islámicos? Ese no es el pueblo cuya ley dicta el Corán ni yo voy a ejercer la xenofobia contra los que profesan el islam.