El diálogo siempre fue apreciado. Desde la antigua Grecia, Platón, por medio de sus diálogos, pretendía encontrar la verdad filosófica. En Roma, Cicerón continuó con métodos argumentativos en sus discursos y sus diálogos políticos.
En el siglo XX, Habermas postuló la política deliberativa como el ideal de entendimiento intersubjetivo que toma en cuenta la pluralidad en las que se configura una voluntad común, un consenso, a través de acuerdos de intereses y compromisos.
Cuando se anunció el diálogo me pareció extraño abrir un debate sobre la sociedad que queremos cuando ya lo habíamos definido en Montecristi.
No obstante, frente al escenario de conflictividad, constituía una táctica para bajar tensiones y construir acuerdos.
Entonces imaginé un diálogo sostenido con los médicos y demandas sobre salud; vislumbré un debate con los maestros y sus fondos de pensiones traspasados; sospeché un diálogo con los jubilados y sus pacientes reivindicaciones; imaginé una negociación con las mujeres y sus agravios sobre temas de salud sexual y reproductiva; supuse un debate con las universidades y su rol subordinado en una reforma educativa poco democrática; vislumbré una negociación con los trabajadores y sus demandas acerca de las reformas laborales; sospeché un debate con los jóvenes ecologistas y la explotación del Yasuní; e, igualmente, imaginé un diálogo con los indígenas acerca de tierra, agua, educación intercultural.
Pero me he dado cuenta de que mi imaginación fue demasiado prolífica, porque lo que tenemos es otra cosa.
En los diversos encuentros no noto un real intercambio de argumentos y propuestas, sino una performance en la que los actores invitados asisten bajo un libreto preestablecido a escuchar a las autoridades.
Los invitados al diálogo parecen todos pertenecer a la misma esfera de influencia ya consolidada por parte de la Revolución Ciudadana: el Frente Unidos, los gobiernos locales afines, sus bases militantes.
Se ha dicho que están todos invitados al diálogo, excepto quienes mienten, quienes pretenden desestabilizar. Esto complica mucho, puesto que generalmente nadie se percibe a sí mismo como un mentiroso o golpista. Cada actor, así sea opositor, cree tener ‘su verdad’.
Entonces, ¿cómo saber quién miente?, ¿mienten los opositores, miente el Gobierno, mienten ambos, o ambos dicen su propia verdad?
Los actores hacen sus planteamientos acerca de los temas que se sienten agraviados. Para la izquierda y los movimientos sociales son temas como inclusión, justicia, reconocimiento.
Para la derecha son temas como derechos de propiedad, reglas claras, inversión, democracia. Entonces, ¿sobre cuál de estas agendas el Gobierno está dialogando?, ¿con cuál de estos bandos? Aparentemente con ninguno de ellos. (O)