Ha fallecido una jueza, la norteamericana Ruth Bader Ginsburg, nominada por el Presidente Clinton, como integrante de la Corte Suprema de los Estados Unidos; en este cargo permaneció los últimos 27 años, y se caracterizó por su probidad y por la lucha por la igualdad de los derechos legales de la mujer.
Estados Unidos y el mundo la despiden, la honran, la recuerdan en su talla de jurista y de jueza. Su partida deja un vacío pero también la incertidumbre por saber quién ocupará su espacio, en este tiempo electoral en el que se juega mucho del futuro de este país.
Muchos observamos a través de las pantallas de la televisión o de los medios digitales, la entrada de la jueza al Capitolio, en un acto simbólico sin precedentes, porque Ruth Bader es la primera mujer y también la primera mujer judía a la que se le rinden honras fúnebres en ese lugar, con una capilla ardiente.
Claro está que otra mujer, la defensora de los derechos civiles, Rosa Parks, también fue homenajeada en el Capitolio, pero era una persona civil, no una funcionaria pública, como es el caso de la jueza Bader Ginsburg.
La emoción nos embargaba, al ver el paso lento y cadencioso de los cadetes que llevaban el féretro cubierto por la bandera de su país, con la solemnidad del momento, con la música que la acompañó hasta el lugar donde le rendirían tributo.
Su ausencia se produce en un momento difícil, conflictivo, más aún en esta época de incertidumbres, de luchas dentro de la democracia estadounidense, que parece hacer aguas por varios sectores.
Pero al margen de los análisis políticos, lo verdaderamente relevante es ver el valor que sus conciudadanos le dan a una jueza, por lo que ella representa, por lo que ella hizo, por su respeto a la ley y su lucha por los derechos de las mujeres. (O)
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