Hubo un personaje de espíritu desalmado y de profesión perfecta para él: usurero. Se llamaba Francisco Torquemada y nunca supo de las lágrimas ajenas, y tampoco le importó el llanto de huérfanos o viudas a los que dejó en la calle. A su paso, aquellos a quienes se acercaba, quedaban más pobres y desgraciados.
Aquel hombre era viudo, lo que celebraba porque representaba menos gastos, y tenía dos hijos. Uno de ellos era Valentín, joven de extraordinario talento, a diferencia de su padre, generoso, amado y admirado por todos los que lo conocían. Pero quiso la vida que aquel joven, dotado de todas las virtudes y ventajas, fuese atacado por una traidora enfermedad.
Francisco, el usurero, supuso que aquello era un castigo del cielo por su mal comportamiento. Entonces, para agradar a Dios y borrar sus pecados, cometió inusitadas locuras ajenas a sus intereses.
El usurero se portó generoso con unos inquilinos que debían el arriendo, regaló un abrigo viejo a un mendigo que se moría de frío, hizo un préstamo sin intereses a un artista pobre y, así, fue dejando caer moneditas por acá y por allá. Pero no se trataba de eso. Al final, a pesar de los esfuerzos espirituales, la muerte le arrebató a su hijo.
Esta historia, que podría ser de la vida real, es una novela del gran escritor Benito Pérez Galdós, quizás el más grande novelista español después de Miguel de Cervantes Saavedra. Pérez Galdós, justo merecedor del Premio Nobel de Literatura, nunca recibió esta distinción por su anticlericalismo y por sus posiciones políticas radicales.
Y lo recordamos con orgullo por su valor humano, por sus sueños expresados en aquella frase clara y profunda: “Simplemente tengo un sueño: la distribución equitativa del bienestar humano".
En esta posición, el blanco tiene un sueño que se le cumple con inteligencia y sacrificio. Así hay que luchar, aunque nunca recibamos el Nobel de ninguna cosa.