Al economicismo desbocado muy pocas veces le importa la desigualdad. La asume como un efecto secundario que será subyugado después del crecimiento. En realidad, ese crecimiento llegará tardío, debilitado, amortiguado, insuficiente, excusado y -sobre todo- concentrado.
Cuando finge interesarle, el economicismo trata la desigualdad malignamente simplista: la entiende como disparidad de ingresos monetarios, usualmente medidos por encuestas sesgadas, a través de métricas malinterpretadas.
Es cierto, de cuando en cuando la desigualdad regresa al debate. Sin embargo, cuando lo hace, llega conceptual y operativamente mutilada. En el primer caso, desboca en discusiones entumecidas por justificaciones maquilladas, gracias a categorizaciones ideológicas mojigatas como la igualdad de oportunidades.
Si sobrevive, la mayoría acudirá a métricas unidimensionales que no razonan historicismos materiales, provocando operacionalizaciones infecundas: mediciones de desigualdad a través de encuestas a hogares o registros impositivos que sobredimensionan estratos populares. Esto, a sabiendas de que las élites revelan menos su riqueza y que, cuando lo hacen, silencian sus activos supranacionales. Así llegamos a coeficientes economicistas a los que interpelamos fidelidad, como si lo relevante revelaran.
Etapas críticas de transición provocan intensificación de desigualdades, en plural. No solo se expanden las disparidades monetarias; polarizan, por ejemplo, diferencias étnicas, de género o de acceso a la construcción de opinión. ¿Cómo la crisis afecta la esperanza de vida de indígenas y afros? ¿Cómo el sistema económico provoca inercialmente violencia sexual contra las mujeres pobres? ¿Cómo saqueos de lo público se tejen a través de un cómplice silenciamiento de la opinión popular?
Estudiar desigualdades requiere alejarse del economicismo, engendrado por tecnócratas ávidos de preseas simbólicas. Comprender las desigualdades requiere recuperar el sentido de su disputa: multidimensional y política. (O)