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El Telégrafo

Derivas y revolución

18 de noviembre de 2013

Esas derivas que no tienen objetivos determinados, finales, absolutos, sino un caminar profundo, construyendo paso a paso las historias, las memorias de los pueblos. Derivas que contrastan con las rigideces ideológicas que no se acoplan a los tiempos a las realidades, sino a manuales, a determinismos y, lo peor, a caprichos intelectuales que buscan imponerse cueste lo cueste a la voluntad de las mayorías. Esas posiciones ideológicas han construido sus propios universos cerrados con centros narrativos y sus propios egos; aunque bien pueden y hablan a nombre de los más pobres y necesitados, pero guardando las distancias como para no mezclarse, sino para construir sus propias versiones del destino manifiesto que deben cumplir.

Son aquellos que desean que toda revolución sea perfecta, intachable y que al mínimo giro abandonan, cual procesos, relación para mantener su pureza intelectual, valórica y asumir el lugar intocado, santo de la perfección y más aún con este comportamiento tachan a los otros de que aún viven bajo el manto de una religiosidad pasada. Este pensamiento no solo se genera en ciertas izquierdas anquilosadas sino también en unas derechas que esperan y generan las condiciones para que las cosas no cambien. Las luchas sociales para que un proceso político se mantenga en los marcos de unas transformaciones exigidas deben ser a todo nivel, no carcomidas por la coyuntura, sino siempre delimitando a grandes rasgos un horizonte donde la justicia y la equidad sean el dominante social y no la diferencia centrada por la acumulación de capital, la concentración de la riqueza, del consumo y una moral racista. Ninguna revolución tiene un guión previo, sino que se va haciendo a sí misma desde un punto de irradiación que se descentra, se hace difusa y deviene en algo estructurado con cuerpo propio; y eso toma tiempo, requiere concentrar fuerzas, recursos, disputar cada segmento de la sociedad, planificar, pero sobre todo disputar lo político y la política, no en las altas esferas, sino en el sentido común, en la vida cotidiana; no en lo cerrado, sino en lo abierto del mundo de la vida. Toda revolución es una lucha social crítica, una lucha por el reconocimiento no solo aquel de las constituciones, sus leyes e instituciones, sino una lucha por la dignidad de la vida cotidiana; precisamente la escasez de reconocimiento: bienestar, tierra, respeto, equidad, etc., moviliza a la gente, a los pueblos, a luchar contra lo que los oprime, aunque no coincida con los anhelos de los opositores. Sin embargo, aunque las mayorías decidan que así sea, no implica que estén dispuestas a asumir un posición militante, activa, incluso pueden sentir un poco de vergüenza, de temor de decirlo. Ahora la lucha social es más clara en sus campos de combate: el sentido común. Y ahí es cuando surge la necesidad de un compromiso, no por mejorar el consumo, sino por discutir qué mismo es lo que queremos a largo plazo porque, si no, las contradicciones estructurales, sistémicas, de la dominación de la centralidad del capital bien pueden tumbar los legítimos anhelos de una sociedad, no solo no neoliberal sino poscapitalista.

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