El discurso de los derechos humanos ha conquistado una incuestionable hegemonía intelectual a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial.
La política, la opinión y la legislación se hallan profundamente penetradas por un enfoque garantista basado en una visión universalista que afirma que todos los seres humanos -independientemente de sus particularidades- deben ser respetados y tratados de acuerdo a unos mismos principios.
Sin embargo, esta visión de una humanidad moralmente unificada, no parece estar avanzando mucho políticamente en el mundo de hoy. En efecto, en elección tras elección se constata el ascenso de liderazgos que obtienen apoyo a través de la afirmación de intereses nacionales, étnicos o religiosos excluyentes.
Podría decirse que somos testigos de la agudizada contradicción entre una autodeterminación democrática cada vez más tribal y los principios de la justicia abstracta universal.
Un ejemplo clarísimo se encuentra en la actitud de numerosos electorados frente al tema de la movilidad humana. Ante esto, cabe temer que el discurso de los derechos no haya nunca dejado de ser un modelo elitista, caro a los intelectuales, a la academia, a los estudiantes, activistas de ONG, periodistas y burócratas (sobre todo internacionales).
Un discurso que se enraíza en una delgada capa cosmopolita de seguidores sofisticados, pero que no logra penetrar en las prácticas y creencias de la enorme generalidad de la gente común. Es más: se puede sugerir que para la ingente mayoría de las poblaciones del globo, el lenguaje moral que adquiere verdadera resonancia está basado no en valores abstractos, sino en el cultivo de las virtudes prácticas, de la tolerancia, el perdón, la confianza y la resiliencia ante las múltiples adversidades y dilemas de la vida cotidiana.
Es posible que los desafíos del tribalismo identitario puedan enfrentarse mejor desde el cultivo de las virtudes que desde la negación de la moral concreta en nombre de derechos genéricos. (O)