Esta es una hora de definiciones y entre las que se imponen está la referida a los derechos de los pueblos, en especial de los marginados y preteridos por el sistema de dominación a lo largo de nuestra historia. Entre esos pueblos ocupan un lugar destacado los indígenas, descendientes de los pueblos originarios de América.
Dominados, expropiados y sometidos a una brutal explotación por siglos, ellos tienen derecho a ser atendidos de modo preferente por el Estado y la sociedad, para lograr que sus miembros vivan en igualdad de oportunidades con los demás ciudadanos.
Pero ese pasado oprobioso (que lo sufrieron también los negros, mestizos y blancos pobres) no puede convertirnos en culpables a los demás ecuatorianos de hoy, salvo quizá a los herederos del poder terrateniente, y tampoco puede otorgar a los indígenas el carácter de árbitros morales de la política ecuatoriana.
Lo que ocurre es que hay una izquierda mesiánica, antropologizada en exceso y ansiosa de referentes nuevos, que quiere ver en los pueblos indígenas una fuente de moralidad ancestral y una suma de virtudes alternativas frente a la sociedad industrial.
Esto ha revivido el antiguo mito del “buen salvaje”, nacido con la Ilustración y alimentado con la romántica idea roussoniana de la “bondad natural del hombre”. Y sobre este, a su vez, se ha levantado entre nosotros el mito de la Conaie, como abanderada de un mundo nuevo, mito que es negado en la práctica por los graves errores políticos de esta organización.
Es hora de hablar claro. La sociedad que vivimos hoy no es la de ayer. Los demás ciudadanos, cualquiera que sea el color de nuestra piel, tenemos los mismos derechos constitucionales que los indígenas. Y no admitimos que ningún pueblo, en particular, se proclame abanderado de la justicia, de la moral y del buen vivir.