A un año de la intentona que se diera el 30 de septiembre de 2010 en el Ecuador, cabe la reflexión acerca de la relación opuesta que existe entre democracia y gobiernos surgidos de alguna forma de imposición por la fuerza.
Una democracia plena exige, según la filosofía política, una doble legitimidad: la de origen y la de ejercicio. La primera tiene que ver con que haya surgido de elecciones libres, desde la legitimidad ciudadana. La segunda, que lo realizado por el gobierno exprese la voluntad mayoritaria y -sobre todo- que responda al bienestar de las mayorías sociales.
Con una sola de estas dos condiciones, no se cumple plenamente la democracia. No basta solo con haber surgido de elecciones limpias, hay luego que hacer gobiernos con representatividad popular. Pero si se inició un gobierno ilegítimamente, ya se da un escollo insalvable para cualquier posibilidad democrática.
En nuestros países sudamericanos hay gobiernos que hoy cumplen (tendencialmente, ello nunca puede ser 100%) las dos condiciones. Y es ello lo que seguramente asumió la Unasur cuando actuó, en septiembre de 2010, con una velocidad y eficacia sanamente sorprendentes.
En la mañana se daba la asonada policial, en la tarde ya estaban reunidos los presidentes sudamericanos en Buenos Aires. No se recuerda una acción tan rápida en ninguna ocasión anterior. Y las decisiones fueron claras: un gobierno que no fuera legítimo no sería reconocido por sus pares sudamericanos, que llegarían a cortar el comercio con el país en que se diera la transgresión, así como incluso los vuelos comerciales y los intercambios diplomáticos.
Sin dudas que la intervención de Unasur para salvaguardar la democracia en la región fue, entonces, de enorme importancia. Y fue una muestra más de que un organismo de los sudamericanos por sí mismos es mucho más útil que aquella vieja burocracia de la OEA, que rara vez ha asumido nuestros propios intereses.