Comenzando la campaña política con miras a las elecciones presidenciales de 2013, comienzan a exacerbarse los fanáticos políticos y con ellos el proceso de “engatusamiento” de la sociedad. Razón tenía Gustave Flaubert cuando decía que la verdad sufre más por el fanatismo de sus defensores que por los argumentos de sus detractores.
Es impresionante ver cómo se multiplican en los medios de comunicación, en las filas de los bancos, en los cafés o por doquier. Se vuelven como loquitos a los que no les cabe la razón ni la sinrazón. Son incapaces de pensar por sí mismos, solo siguen las ideas de otro con fe ciega y, como decía Churchill, no quieren cambiar de tema.
¿Razonar con un fanático? Es perder el tiempo, es imposible por definición. Una persona fanática es tan monotemática y obtusa que solo defiende verdades absolutas, no puede ver más allá de ideas que sacraliza para impedir que se las enjuicie. No escucha.
No tiene la capacidad de hacer una crítica en función de la ética y menos aún de la eficacia. Por eso, llegar a consensos con un fanático siempre supondrá un altísimo riesgo, ya que, llegada la hora de la verdad -el reparto burocrático, la decisión de las leyes en la Asamblea, solo por dar un ejemplo-, no hará nada que implique un menoscabo en su certeza.
Para ser fanático no hay que tener ideología específica, todos tienen en común el desdeño y la minusvaloración de los logros obtenidos por el contrario; lo bueno no existe. Los fanáticos actúan siempre con “mala leche” aun cuando eventualmente coincidan con la verdad.
Los fanáticos de izquierda siempre consideran insuficientes los progresos sociales, traducen en perversión cualquier medida que beneficie a las élites, independientemente de que favorezca a toda la sociedad, como si estas no fueran parte de la misma.
Si son de ultraderecha, como no les “luce” públicamente la mezquindad de despreciar lo que se haga en función de una mayor equidad e igualdad de oportunidades, salvo por decir que esto se debe lograr con la riqueza que genere la economía de mercado, se dedican a magnificar la inseguridad y la convierten en una pesadilla de temor para los ciudadanos.
El lenguaje del fanático es un lenguaje de odio y, en palabras de George Santayana, redobla el esfuerzo cuando ha olvidado el fin; al punto que fanatismo político y odio político son lo mismo, pero al contrario.
Detrás de un fanático hay una realidad, y es que, más allá del dogmatismo, lo que divide al hombre son los intereses. A mí que ni se me acerquen, y que viva el anti-spam de los correos electrónicos.