Las mujeres que cuidan la tierra, la comunidad, las fuentes de agua. Las recicladoras, que de los desechos hacen su subsistencia. Las madres de niños con discapacidad que no pueden salir a trabajar, únicas responsables de los cuidados y sujetas así al bono del gobierno.
Las trabajadoras sexuales que luchan por su dignidad al luchar por sus derechos porque, pensemos lo que pensemos, el día de abolición del sexo como trabajo no ha llegado. Las que cuidan a los abuelos e hijos de otros aquí, o en Murcia, o en Queens, cuando quisieran estar cuidando a los suyos propios, pero eso no se remunera.
Las trabajadoras que no quisieran servir al Estado, ni a la corporación, ni a la planta industrial, pero que no pueden armonizar su labor con sus principios porque hay que comer.
Las mujeres obligadas a exigir pensión de alimentos y sucede, por ejemplo, que su expareja le arranca los ojos con una botella rota, como lo testimonió una médica del IESS en Quito. Las que no pueden trabajar porque les ha sido impuesto del rol de los cuidados de los hijos, deseados o no, nacidos de violaciones, del amor, de algo a medias que no tienen tiempo de distinguir porque hay que bregar, porque la vida sigue. Las tías, abuelas, hermanas, que han dejado de estudiar y trabajar para cuidar, gobernadas por un amor sacrificado que las dejará indefensas cuando envejezcan.
Las niñas que venden caramelos y rosas en la esquina por donde usted acaba de pasar. Esas mismas niñas, cuando son prostituidas o hijas de la migración más inhumana.
Esta huelga es por ellas. Sus derechos no están escritos en ningún lado, en ningún paro general. Son las anónimas, y por la fuerza y valentía cotidiana de esas anónimas marchamos cada 8 de marzo. Queremos otra justicia, la que no fue escrita jamás, la que no llegará a menos que la fundemos junto al amor, que nos urge reinventar.
Así escribía Maya Angelou nuestra palabra: puedes borrarme de la Historia, apuñalarme con tus ojos, pero yo me levanto. Nos levantamos. (O)