Cualquier nación que pertenece al Tercer Mundo, o cuya ubicación geográfica es considerada estratégica dentro del ámbito político internacional; un país que es, además, dueño de importantes recursos naturales como petróleo, o de ricos yacimientos submarinos polimetálicos, o que es fuerte productor de una materia prima codiciada; y finalmente, cualquier república cuyo gobierno se encuentra desarrollando una auténtica revolución pacífica encaminada con pasos decididos hacia el logro de un pleno desarrollo y la permanente defensa de su soberanía, debería empezar a preocuparse, pues “los grandes” que están convencidos de ser dueños del mundo, en su permanente voracidad, podrían decidir apropiarse de todos aquellos bienes. Y empezará entonces un proceso muy peculiar en las naciones que se dicen superdotadas, y que quizás por eso no perdonan que un país tercermundista sea el protagonista de uno de los casos anteriores.
Ese proceso comienza con la elección de la nación que será la próxima víctima. Aquella a la que se borrará del mapa. Se inventará cualquier pretexto con la ayuda de la prensa internacional inescrupulosa, cómplice de las mayores estulticias, cuya misión será engañar al mundo haciéndole creer aquello que las fuerzas imperialistas han decidido. Se producirá entonces el primer fenómeno planificado por los dueños del mundo: el convencer a los más ingenuos de cada pueblo que el gobernante del país elegido es en efecto el peor enemigo de la humanidad, un abominable monstruo de la naturaleza, capaz de los peores crímenes, aun en contra de su propio pueblo.
El siguiente paso se dará con la colaboración de las organizaciones internacionales más importantes de nuestra era, algo así como las Naciones Unidas y la mismísima OTAN, alianza que integra a “la crème de la crème” de los países del mundo. En efecto, ningún paisito tercermundista puede aspirar a ser miembro de ella. La ONU, como siempre ocurre, será una vez más una gran aliada de las desmedidas ambiciones imperialistas y en el menor tiempo posible hará los pronunciamientos más descabellados y de la más vergonzante e ignominiosa injusticia, dando paso a la sentencia de muerte de aquel gobernante que no se somete a las ínfulas de los poderosos del orbe y que, además, trabaja sin descanso por el bienestar de
su pueblo.
En el capítulo siguiente de este proceso de horror, que va en contra de todos los principios y tratados de convivencia internacional, entra en acción la infernal acción de la OTAN, al momento desprestigiada en extremo por sus intervenciones genocidas en múltiples países, como Yugoeslavia, Afganistán, Irán y recientemente Libia.
Con la ayuda de todo el poder bélico que caracteriza al mayor ejército del mundo financiado por los países más ricos del planeta, los aliados atacaron diferentes ciudades del país de Muamar Gadafi, en un asedio permanente por aire, mar y tierra, sin hacer distinción de hospitales, escuelas, universidades o barriadas residenciales. Y por supuesto que tanto los mercenarios extranjeros como los traidores a su patria, que se hacen llamar rebeldes sin serlo, fueron pagados con parte de los miles de millones de dólares que el Consejo de Transición sacó de las reservas libias congeladas por la OTAN.
Luego del asesinato de Gadafi vendrá el capítulo final de esta terrible historia de desaparición de una nación. Pero, ¿acaso podrá este grupo de alienados todopoderosos unificar a las más de 150 tribus que conforman a Libia, o la dividirán en pequeños países desvalidos como hicieron con Yugoeslavia? ¿Quizás se pondrán de acuerdo aquellas naciones genocidas de cómo se repartirán el pastel de la reconstrucción de Libia, ahora destruida? ¿Y tal vez podrán decidir el reparto que convenza a todos los amos de la OTAN, de los casi 3 millones de barriles de petróleo que diariamente se producían en la Libia de los tiempos del gobierno de Muamar Gadafi?