Burbano de Lara planteó días atrás un tema relevante: el laberinto de los economistas en la coyuntura política. Interpretó cómo profesionales de la rama posicionan ideas supuestamente superiores, cómo se abusa de la interpretabilidad de la economía política, cómo se profanan estadísticas públicas y cómo el dogmatismo está presente detrás de ideas supuestamente técnicas. Colmó su crítica en al menos dos sentidos.
Primero, es equívoco sugerir que la profesión se basa en dualidades. Es cierto, la retórica política de izquierda-derecha tiene su cámara de eco en la economía. Sin embargo, eso no alcanza para confirmar bifurcaciones hacia lo interno. Existen neoclásicos, neomarxistas, poskeynesianos, monetaristas, neoinstitucionalistas, desarrollistas, por mencionar a los más relevantes. A su vez, Ecuador recibe influencias de escuelas históricamente contingentes: no es lo mismo entrenarse, ni ser entrenado, por economistas preparados en Estados Unidos, en Francia o en Inglaterra. Las dualidades, peor aún personalizadas, son erradas.
Segundo, los medios visibilizan a contados economistas, haciendo creer que discusiones ya superadas (como la discordia mercado-Estado) son relevantes. ¿Cuántas veces Dahik o Spurrier han pasado por un set televisivo? ¿Cuál es la contraparte de Cordes o de las Cámaras de Comercio? ¿Solo hay un representante de la economía heterodoxa? Varios analistas son respetables y tienen el cuidado de actualizar sus conocimientos. Sin embargo, no alcanza para negar lo evidente: la matriz de influencia es limitada, sesgada y anacrónica.
Problematizar a los economistas es un ejercicio complejo pero necesario. Los puntos de partida son Hirschman o Polanyi, y si se requieren aportes recientes, Mitchel y Fourcade. Sin embargo, hace falta entender que otras profesiones también aportan al debate y deben ser objetivizadas. Por ejemplo, poco se habla de la suprema influencia que tienen los abogados en la política pública. Quizás estudiarlos también explicaría gran parte de nuestro conservadurismo maquillado. (O)