Estoy convencida de que toda esta penosa tiranía de los mercados que soportamos con resignación o con rabia, pero en cualquier caso con temor, no es más que una cuestión de fe. Nada novedoso en estos tiempos en los que buena parte de nuestra vida transcurre en el terreno de lo virtual.
Nuestros miles de amigos de las redes sociales, por ejemplo, no son más que bits, infinitas combinaciones matemáticas que vagan por el espacio inaprensible, como fantasmas, sin que sepamos realmente lo que hay detrás de ellas. Y, sin embargo, creemos a pies juntillas que son quienes dicen ser. Cuánta fe.
De la misma manera, el capitalismo actual, ese que está a punto de arrasar nuestro aún joven mundo de derechos y merecido bienestar, se basa en nubes y humo, en un éter fluido que va y viene de un lado para otro, sobrevolando países y continentes. Y uno cree en el éter o no cree en el éter.
Esa es la cuestión. Todo es un misterio tan insoluble como el de la Santísima Trinidad. Estás convencido de que el Dios de los Mercados es Uno y Trino, y entonces compras bonos y valores y primas de riesgo y todas esas cosas que yo, al menos, ni siquiera sé lo que son. Es más, ni siquiera sé si existen.
Lo que es a mí, ese dios arcano no me ha concedido su gracia. A este respecto, no soy más que una atea. Y para los ateos, esa divinidad inmaterial solo es una especie de gas tóxico, que contamina, envenena y hasta mata. Pero lo bueno de los gases, éteres y demás fluidos, es que acaban disolviéndose. Un día, como por arte de magia, ya no están, ¡bluf!, y lo único que quedan son motitas de polvo invisible…