La primera ocasión que conocí Santa Ana de los cuatro ríos de Cuenca tenía 13 años y desde allí tuve mi lugar preferido: el Puente Roto. Entonces, estaba ensimismado por la poesía de Rubén Darío: “Y el mundo a carcajadas se ríe del poeta y le apellida loco, demente, soñador…”. Pero antes había leído al que considero el mejor poeta del mundo, César Dávila Andrade: “Amauta poderoso / toda verdadera canción es un naufragio”.
Sabía que la ciudad había sido esquiva al Fakir al punto de no publicarle y, más tarde, pude comprobar en unas fotografías en blanco y negro la coronación -con laureles y parafernalia- de esos otros bardos de grandes apellidos y bastante niebla. Tenía bronca con esa urbe de farolas porque el autor de “Catedral salvaje” siempre quedaba tercero en los concursos de juegos florales y miraba beodo desde la última fila (este cronista aún no había asimilado que, a veces, la fama no va acompañada de la trascendencia).
Cuando volví, después de muchos años, tenía que entrevistar al inmenso poeta que es Efraín Jara Idrovo, y estaba emocionado porque lo buscaba desde Galápagos. Le lancé a bocajarro la pregunta: ¿Cómo describiría poéticamente a Cuenca? Mi ciudad, me dijo, es como la palma de una mano donde transitan sus ríos como las líneas vitales y el Tomebamba es precisamente el surco de la Vida: allí se asentaban los antiguos molinos y su cauce corta a una ciudad nueva, poblada de universitarios y una arquitectura prodigiosa de tejados.
Pero Cuenca tiene tres ríos más que le atraviesan, le recordé. Entonces, el Yanuncay es la línea del Pensamiento, por sus aguas cristalinas. En cambio, explicó, el Machángara representa a la Fortuna: bravío y tormentoso. ¿Y la línea del Amor? Jara Idrovo habló del Tarqui como un río manso y que, como esa pasión, también es turbulento, porque cuando crece arrasa todos los jardines, como si al desbordarse anegara rencoroso los pastizales que antes regaba con ternura.
Y, claro me reveló el poeta, el conjunto de los ríos es el Destino que se ha impuesto esta ciudad, fundada en una inmensa palma ocre y campanas, que ha olvidado la retreta de la banda, instalada en la glorieta a las once de la mañana en la mitad del parque Calderón, en medio de rosetones de plomo.
Tenía una pregunta para el final. Maestro, ¿si usted quisiera sobrevivir en un verso, cuál sería? El hombre se meció su encanecido cabello y exclamó: Hay una frase memorable: “Sin un amor / la vida no se llama vida”. Pero hay un problema, dijo mientras respiraba como leviatán herido, no es mía sino que es un bolero.