El 8 de febrero de 2021, los ecuatorianos volveremos a las urnas para elegir al nuevo presidente del Ecuador. Los ciudadanos no saben a cuál adscribir su voto. Los candidatos, tampoco lo saben. Pero al menos ya tenemos una cubeta con 12 precandidatos.
Y parecería que aún debemos esperar al menos media docena más de aspirantes. Por mediciones serias, se conoce que tan solo hay una candidatura que arranca al menos con el 20% de intención de voto. El resto, sin un proyecto de país, están preocupados por apoltronarse tercamente en su espacio imaginario de poder sin intención de mover un dedo para formar alianzas.
También hay de aquellos cuya única aspiración será llenar el álbum familiar con fotos de campaña. Por contraparte se halla un débil ejercicio responsable de ciudadanía. Hablamos de un electorado muy poco interesado en la política y mal informado. Muestra de lo afirmado es la indiferencia ciudadana frente a un injustificado adelanto de la fecha de las elecciones o la mudez frente a un cuestionado sistema informático sospechoso por fraudulento o la afonía de cara a contrataciones en el organismo electoral de personal clave con un pasado delictivo penal.
El marketing político conoce de esta condición del electorado y los publicistas saben que la exigencia de programas de Gobierno con un proyecto de país tan solo sirve para cumplir con un requisito del organismo electoral. Es decir, no sirve para nada. El candidato no pasa de ser un simple producto comercial. Si sumamos a esto, la masa ignara forjada en una involución ciudadana de más de 10 años, al Ecuador le espera un nuevo Gobierno de los mismos nuevos ricos de la década.
No nos asombremos de que en 2021, la pasión y las emociones promuevan al candidato que considere como buenas las ideas de la pena de muerte, la portabilidad de armas, la persecución y expulsión de ciudadanos extranjeros o la castración química para violadores. (O)