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El Telégrafo
Daniela Leytón Michovich

Cuatro malditos gatos una Santa Cruz y mil muertos

17 de noviembre de 2022

Era el año 2005, en esa época, solía visitar las comunidades guaraníes en Santa Cruz (Bolivia), buscaba aprender otras formas de ver el mundo, participaba en las cosechas de arroz de la comunidad y conversaba con las compañeras comunarias acompañadas del mate, sentada cerca del telar. Kapiatindi , el monte donde crecen las espinas, toponimia como se traduce el nombre del lugar  bautizado asi por sus abuelas y abuelos, solía ser una comunidad que durante varios meses era habitado mayormente por mujeres, esto porque los hombres solían cada cierto tiempo viajar en camión para ir a la zafra, una labor que de solo nombrarla era capaz de provocar un fuerte frío en la nuca y un dolor grande en el pecho, era como nombrar a la muerte y sentirla desde ya parada al lado nuestro.

El trabajo esclavo en Santa Cruz entrados los 2000 seguía y hoy sigue siendo una espantosa realidad. Nunca olvidaré la carrera veloz que emprendió Cinthia para dar alcance a una camioneta que tenía que traer novedades de su compañero de vida, de su amor, de su pareja, que no había regresado con el grupo que iba llegando a cuenta gotas a la comunidad. Su rostro se desfiguró en un segundo y sus manos sostenían un puño con algo que le había alcanzado el chófer, me acerque a ella y me abrazó, el hombre le había alcanzado 50 bs (aprox $7) en “indemnización” por la muerte de su pareja mientras de la forma más asquerosa se atrevía a gritarle y a decirle que “ni modo” “así son las cosas” “es costoso traer un cuerpo y peor de un muerto” , ella corrió a su casa y organizó rápidamente un poco de ropa , unas frutas y me dijo que iría a buscarle, al menos para poder enterrarle, y se marchó.

Esa es la realidad pasada y actual en Santa Cruz, un lugar donde aún hoy a un terrateniente se le ocurre alambrar una laguna que se encuentra dentro de una comunidad indígena y prohibir el acceso de agua a la comunidad amparado en la impunidad de sus acciones. Una ciudad dónde los llamados “jóvenes de la unión juvenil” promocionaban peleas entre lustra botas con apuestas de dinero en las puertas de su sede “solo por aburrimiento” a vista, paciencia y risa de algunos desadaptados que disfrutaban el espectáculo y una policía que prefería mirar a otro lado. Una ciudad dónde la anterior semana un “líder cívico” llamó “bestias humanas, indignos de ser llamados  ciudadanos” a migrantes provenientes de tierras altas ¿puede acaso esto calificarse de otra forma que no sea racismo, odio y discriminación?

Santa Cruz duele, por cada mujer, indígena y migrante, por cada pacto con lideres indígenas que se han puesto del lado del patrón, por cada acuerdo conveniente del partido de gobierno con la élite terrateniente en estos quince años de un supuesto “Estado Plurinacional”, por una periferia que se vende como capital cuando esta no pasa de una élite de cuatro faranduleros de comparsa asiduos de los cafés de la Monseñor Rivero, que acumulan capital en tierra, ganado, soja, modelos e indígenas (como si  no fueran personas) y que no ven el barro en las sandalias, el frío y la pobreza que duerme en los canales y que se hace más evidente desde la frontera con el tercer anillo.

 

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