En este mundo loco no es imposible que sucedan cosas imposibles. Ni siquiera que las cosas imposibles sucedan dos veces.
La más reciente fue en Guatemala en el año 2001. Allí, en la selva, un grupo de cazadores disparó a algo que se movía entre los arbustos. El resultado fue un grito desesperado: “¡Mátenme que no soporto más…!” Era un hombre semidesnudo, cubierto con hojas, que parecía tener la edad de muchos ancianos juntos.
Se llamaba Salomón Vides, de 72 años, y los últimos 32 había estado escondido para escapar de una guerra que apenas había durado cien horas. Fue la famosa “Guerra del Fútbol”, entre Honduras y el Salvador, de 1969, utilizada como elemento de distracción por dos gobiernos igual de corruptos e incapaces, y que dejó más de 5.000 víctimas.
Salomón nunca supo del cese al fuego y pensó que lo más sabio era alejarse de la barbarie de la guerra. Huyó a la selva, y vivió como animal salvaje, hasta que lo descubrieron convertido en esqueleto andante, envuelto en una maraña de pelos y de miedos.
Y al otro lado del mundo, no mucho antes, Karp Livkov, un campesino ruso, decidió escapar a lo profundo de Siberia. Quería evitar la represión estalinista contra su grupo religioso ultraconservador que, inclusive, había sido perseguido también por los gobiernos zaristas desde el siglo XVII.
Pero la selva guatemalteca es un resort cinco estrellas comparada con la taiga siberiana, donde hasta los lobos aúllan de hambre. Allí, a lo más profundo de las soledades heladas, llegó Karp con su esposa y con dos hijos. En el primer invierno, dudaban entre mantener los zapatos raídos para que no se congelaran los pies, o comérselos para aliviar el hambre. Se comieron los zapatos y se fabricaron otros con cortezas y luego con pieles de animales que lograron cazar.
Y tras la primera cosecha, después de haber roturado la tierra con sus propias manos, dudaban entre comerse todo lo cosechado, o guardar algunas semillas para el año siguiente. Prefirieron seguir aguantando hambre y guardar semillas para la estación próxima. Así sobrevivieron, luchando por lo imposible, durante 42 años.
Aquella familia que vio nacer dos hijos más en la soledad de Siberia, nunca supo de la segunda guerra mundial, ni de un tal Kennedy, muerto de un disparo, ni de rusos y otros humanos en la luna y en el espacio. “Quizás eran unas estrellas que se movían más rápido que otras”, dijo Karp, cuando le contaron la historia.
En ajedrez, a diferencia de la vida, sobrevive el que se mete de lleno en la batalla.