A diario conocemos de casos inverosímiles relacionados con el mundo oscuro de la corrupción; ilustro este señalamiento con unos pocos ejemplos: plagio en trabajos académicos, inobservancia de la ley, mal uso del erario, cobro de diezmos por trabajar en el sector público, nepotismo, cobro de sueldo por calentar el puesto, asignación de contratos a dedo, coima a diestro y siniestro; estos eventos desvelan un funcionamiento anómalo de la sociedad, pero, a fuerza de ocurrir cotidianamente, hay el riesgo de que la misma sociedad los valore como normales y naturales.
Lo que hoy experimentamos puede empeorar si la sensación de impunidad se acentúa, gracias a que las medidas adoptadas para enfrentar a la corrupción no son eficaces para procesar a los corruptos y recuperar lo robado. Constatamos esfuerzos en esa dirección, pero son insuficientes para eliminar tanta putrefacción; en esto inciden diversos factores, unos de orden personal, otros de carácter institucional e instrumental.
El factor personal se manifiesta cuando hay quienes, desde puestos clave del aparato público, impiden remover los obstáculos que encubren situaciones torcidas. El segundo factor se evidencia cuando las instituciones y sus cabezas llamadas a luchar contra la corrupción carecen de competencias suficientes para cumplir su deber o, teniéndolas, no las ejercen con decisión. El factor instrumental alarma, pues, en el país siempre hubo prácticas corruptas, pero en los últimos años se perfeccionaron con cambios del régimen jurídico que generaron opacidad en los procesos e impunidad.
Si bien la lucha contra la corrupción empieza por cada uno, en la dimensión pública las autoridades deben cambiar el estado de cosas involucrando en la gestión a personas aptas, honradas, profundizando la institucionalización, y ajustando la ley para lograr transparencia. Los corruptos, al substraer recursos, también nos roban el futuro. Debe quedar claro que la corrupción no es lo normal. (O)