Existe un fenómeno social que sacude, “zarandea”, y despedaza a nuestras naciones: la corrupción; misma que, a ratos, pareciera que es parte de nuestras sociedades (inevitable), que tiene múltiples manifestaciones (pudiendo penetrar en el ámbito público o privado), y que las acciones que los administradores de las entidades llevan a cabo para detectar y corregir –poco deseable, por ser más costosa– o para prevenir –sumamente deseable, por ser menos costosa y en pro de evitar el impacto colectivo, sea directo o indirecto– son insuficientes e inclusive que tienen nula efectividad.
Sin embargo, esos escenarios, bendita sea, tan solo parecen. No son hechos ciertos; aunque tampoco se descartan, si: o nos resignamos o, peormente, “nos hacemos de la vista gorda”, allí tales tenderían a concretarse. En el escenario optimista, y partiendo de propender a un adecuado conocimiento y seria asimilación de la problemática a la cual estamos expuestos, a más de una profunda concientización y auténtica actuación (más allá de ser únicamente declarativos, sin mayor compromiso), ¡La guerra no está perdida!
Ahora bien, cómo poder dar vida a la ecuación: “conocimiento + asimilación + concientización + actuación = 0 corrupción”, si, probablemente no sepamos de qué estamos hablando. Tan solo invoco dos visiones sobre la “corrupción”: a) Santiago Carassale (2013), citando a Dobel (1976: 958): aquella incapacidad moral de los ciudadanos para formar compromisos desinteresados desde el ámbito moral y que apunten a acciones e instituciones que favorezcan al bien común; b) Rodrigo Borja (2012), citando a José Ortega y Gasset, enlaza a la “corrupción” con la moral y con la ética: “la moral es una cualidad matemática: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones”, agregando que la acción humana en la política (y agrego, fuera de ella) debe estar regulada por los cánones morales.
¿En qué momento ha sido sutil la corrupción? ¿Hemos sido responsables?... (O)