Se ha revelado un secreto a voces: las piezas comunicacionales de campañas políticas son a menudo copias o deformaciones de versiones extranjeras. Más allá de causar indignación y gracia, hay al menos dos formas de interpretarlo.
La superficial es la de creer que esto es un mero ejemplo de la vagancia de nuestros políticos. La más profunda es la de entender el problema como manifestación de la silenciosa migración de narrativas políticas.
Detengámonos un momento a pensar qué es lo que -en teoría- motiva a un político a participar. Se esperaría que lo hace porque tiene propuestas qué transmitir. Resultaría sensato que las piezas comunicacionales sean el espacio para que ese mensaje sea remitido.
Entonces, ¿por qué renunciar? En parte se debe a que la política moderna vacía contenidos y estandariza alternativas: está mal visto discutir de ideologías, está de moda entender al electorado como un consumidor. En este formato, los votos son conquistables a través de fórmulas de laboratorio supuestamente probadas en otros contextos y premiadas en congresos con dudosos procesos internos. En otras palabras, tecnopopulismo disfrazado de pseudociencia.
Lo grave de esta dinámica es que la irresponsabilidad del copión provoca –consciente o inconscientemente– la importación de narrativas políticas. En el mejor de los casos, homogeniza electores y descarta problemáticas locales y contextuales.
Esto significa que el candidato es reemplazable como un cartucho de tinta, puesto que si el mensaje pega en varios países solo necesitamos candidatos moldeables. En el peor de los casos, la importación desnaturaliza la política: convierte la participación social en un supermercado y vacía elementos culturales, económicos y sociales de donde nacen las demandas.
Ahora bien, ¿qué pasaría si esta importación es silenciosamente promovida? ¿No es deshonesto asimilar narrativas ideológicas sin la decencia de aceptarlo? Entonces sí, causa gracia la irresponsabilidad, pero el efecto es más dañino y duradero. (O)