Han transcurrido más de seis años desde aquel octubre de 2009 en el que el entonces ministro de Cultura, Ramiro Noriega, entregara a la Asamblea el primer proyecto de Ley de Cultura, al que le sucederían otros a lo largo de estos años, sin contar con las tremendas metamorfosis experimentadas por ellos en la respectiva comisión legislativa. Al parecer, el punto de desacuerdo, ayer y hoy, sería la estructura y rol de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) en el marco del nacimiento del Ministerio de Cultura (MC) en 2007 y de la creación del Sistema Nacional de Cultura (SNC) ordenado por la Constitución (2008). ¿Por qué ha sido tan difícil llegar a un consenso en torno a temas tan fundamentales para la potenciación cultural del país?
Presumo que estos diferendos ocultan un dilema más profundo: el que a lo largo del proceso constituyente no se ha conjugado ni en el Gobierno, peor aún en el Estado, un concepto de cultura que inspire una nueva política y oriente la construcción del SNC. No se trata solo de que el Ministerio de Cultura elabore su política. Se trata de que esta, además, atraviese el conjunto de la política gubernamental y estatal y que tenga continuidad más allá de las personas que ocupan una cartera de Estado.
Pero, si, por una parte, la Constitución (2008) proclama la interculturalidad, pero, por otra, el propio Estado y los gobiernos locales siguen loando simbólicamente lo colonial y oligárquico en sus museos y fiestas ‘de fundación’; si, de espaldas a la realidad plurinacional del país, autoridades proclaman que “hay que construir la Patria Mestiza”; si desde otras esferas, la cultura se reduce a ‘bellas artes’, o a divertimento, o se hace tabla rasa de la geopolítica de la cultura, mientras, por otra, se denuncia al neocolonialismo; si en lugar de ser la cultura el eje de una política hegemónica constituye un ámbito secundario de la política pública, entonces quiere decir que hay una multiplicidad de nociones circulando y contradiciéndose en las voces y prácticas de los actores gubernamentales y estatales, y que no hay un consenso en torno a temas tan vitales para la revolución cultural, como la descolonización, la interculturalidad, la memoria, la soberanía cultural.
Estas contradicciones serían las que están en el fondo de los desacuerdos en torno a la CCE y, paradójicamente, de las mediaciones dentro del Gobierno, de su movimiento y del Estado a favor de la actual estructura y rol de la CCE, evidenciadas a lo largo de esta odisea, uno de los factores que ha frenado la aprobación de la ley. Pero en esto hay una continuidad histórica: son viejos los disensos en torno a los temas relativos a la unidad y diversidad étnico-cultural del país entre las fuerzas progresistas y de izquierda, y viejo también el desdén oligárquico frente a estos temas. Lo trágico es que en esta coyuntura de transformaciones no hayan sido superados por las fuerzas de avanzada del propio Gobierno. Hoy, es crítico el máximo apoyo político para que lo logren. (O)