Casi no hay ámbito de la vida humana que no esté regulado por leyes u otras disposiciones jurídicas, la más grande o la más pequeña cuestión está limitada de alguna forma a través del Derecho con sus diversas ramas especializadas, referidas a ámbitos como: familia, comercio, hallazgos marinos, tributos, educación, creaciones del ingenio, viajes, cultura, urbanismo.
Precisamente, ahora que la Constitución de 2008 cumple diez años de vigencia, vale tratar de imaginar si sus auspiciosos contenidos tuvieron o no aplicación práctica para provecho general.
Nuestra Norma Suprema es falaz, farragosa, contradictoria, larguísima, concentradora de poder, aunque avanza en lo dogmático con el reconocimiento de valores, principios y derechos.
A partir de ella en la última década se expidieron alrededor de doscientas leyes, centenares de decretos ejecutivos y reglamentos, miles de reformas normativas.
Muchas de estas disposiciones mermaron el umbral de derechos y garantías en campos sensibles como la comunicación y lo laboral; algunas se adecuaron para allanar el camino a la ejecución de prácticas corruptas, pues favorecieron la opacidad y el fraude a la ley, así sucedió en los sectores de las grandes construcciones y de los denominados “proyectos emblemáticos”.
Parte de lo bueno que tenía la Norma Suprema fue cambiado, sobre todo, gracias a una acción legislativa irresponsable y mezquina, por decir lo menos, ya que veló solo por intereses políticos de grupo. Los preceptos constitucionales más progresistas y novedosos se quedaron en el papel (K. Loewenstein).
Transformar esta realidad en provecho de la democracia y el Estado de derecho demandaría un cambio constitucional profundo, a lo mejor a través de asamblea constituyente o la modificación de una enorme cantidad de normativa. Para concretar cualquiera de estos cometidos loables, pero difíciles, se requieren acuerdos y decisión política, empero, ni lo uno ni lo otro se avizora pronto. (O)