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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Conductismo

07 de septiembre de 2015

Todo proceso político, más aún en un país como el nuestro, lleno de episodios que dan cuenta de las difíciles formas de luchar contra la colonización y la opresión material y simbólica de las clases poderosas -a lo largo de su corta historia-, debe asumir que el actual momento no responde solo al despliegue de un fenómeno político llamado Rafael Correa (y todo lo que eso ha implicado durante más de ocho años), sino que este proceso, precisamente, tiene fases que es indispensable observar y catalogar para tener una idea macro y, también fragmentada, sobre la visión que la propia población ha trazado para explicarse por qué este modelo sigue siendo una alternativa válida. O quizás no.

Si la primera etapa apuntaba los valores de cambio y esperanza, y eso aglutinaba a gran parte de la gente cansada de la clonación del ultrista breviario liberal, hoy esos valores y demandas se han modificado objetiva y subjetivamente; porque la semántica política, controlada y esparcida por agentes de doctrinas y conductas de la antigua hegemonía política, tiene la virtud de no descuidar el frente ideológico aupado en el púlpito mediático.

La ostensible modificación de esos valores por otros (cambio cultural de mandos medios, de funcionarios acomodaticios y hostiles, las múltiples sospechas de corrupción en determinados espacios, el deseo de renovación de algunos personajes más interesados en la figuración que en el trabajo político, etc.), evidencian que esta es otra fase del proceso, y que ante semejante variación de las aspiraciones ciudadanas -legítimas, por lo demás- es ineludible examinar, en dos renglones, tanto las individualidades no comprometidas con la consolidación de los cambios y la titánica tarea política que eso conlleva, cuanto las premisas que este otro momento exige de quienes, con mayor peso, dirigen la continuidad y la afirmación de las transformaciones logradas hasta hoy.

Rafael Correa ha dicho muchas veces que el chip cultural que tenemos los ecuatorianos impide, en diferentes ámbitos, obtener que las individualidades -y también los colectivos- trabajen de modo distinto y transformador en las numerosas tareas del proceso político, y, que, por eso, se exaspera y arremete con rabia contra esa especie de tara que la inveterada viveza criolla aún reproduce en todas las áreas de la esfera pública, y tiene razón. Pero esa viveza no va a evaporarse por decreto si no se trabaja, estructuralmente, en los sectores más finos de la misión de gobernar: la educación y la cultura. Y esa labor inscribe el mediano y el largo plazo.

Una educación liberadora y una visión cultural de amplio espectro (en lo político, artístico y tantas otras expresiones) implican una ruptura con lo que hemos sido y somos durante más de tres siglos: imitadores de estereotipos y hábitos, y misioneros de la ideología del poder: la fe dineraria y el axioma consumista.

Nuestro proceder colectivo refleja lo que somos, ergo, falta trabajar en otras nociones políticas y económicas, que destierren el conductismo mercantil que nos domina en cualquier aspecto de la vida social compartida. (O)

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