En las últimas décadas, en el país se viene hablando de un término seductor, empresarialmente hablando: competitividad. De hecho, y luego de que el Gobierno nacional dio muestras, con sus decisiones económicas, de querer reconciliarse con el sector privado en aras de que sea precisamente este frente el que contribuya principalmente a la dinamización de la economía; este intercambio de ideas ha tenido importante protagonismo.
Como refuerzo a lo dicho, el representante de la cartera de Estado en materia de comercio exterior asistió a un encuentro con actores del sector empresarial del país, en Guayaquil. En dicho acto, el ministro Campana sacó el velo al cuco que años atrás nos habían vendido como tal: “Las importaciones son rivales del aparato económico nacional”, decían. Es más, el funcionario estatal aseveró, conforme nota de diario Expreso, que “(…) las importaciones son importantes para el comerciante, para el proceso productivo, para la fabricación, (…)”.
¿Mucho ruido sobre competitividad? Definitivamente. Pero me temo que ese ruido poco contribuye a la reflexión propositiva de los ciudadanos. Qué implicaciones tiene la competitividad. Para muestra, Muller (1995), bajo el sello de Cepal, afirma que el abordaje de la competitividad pasa, entre otros aspectos, por una observancia a los precios y costos de producción. Ecuador ha tenido problemas históricos de competitividad.
Ciertamente. ¿Posible pista, estatalmente hablando, de salida? Propender agresivamente a firma de acuerdos comerciales: ello fomenta la entrada de nuevos ofertantes, y obliga a la tecnificación de la industria nacional; pero esto va de la mano de estudio de aranceles y trámites administrativos, con el fin de que los insumos puedan ser importados con bajo costo y así el costo de producción disminuya.
Consecuentemente, la calidad del producto ofertado aumenta, el precio del producto disminuye, la oferta responde a la necesidad del consumidor y… hay competitividad. (O)