Ese día me levanté temprano, para terminar un trabajo pendiente, y me concentré tanto en lo mío que ni siquiera escuché las noticias. Como a las once me llamó un amigo, que me alertó sobre los sucesos en marcha. De inmediato avisé a mi esposa y juntos pudimos enterarnos por ECTV de cómo andaban los acontecimientos en el Hospital de la Policía.
Apurados salimos para el área de conflicto, pero nos frenó la nube de gases que inundaba el sector. Nos quedamos junto con muchos otros manifestantes, a unas tres cuadras del hospital, gritando consignas contra los golpistas y a favor de la democracia. Nos retiramos un par de horas después, afectados por los gases, y nos fuimos a la Plaza de la Independencia, donde una masa popular, constantemente renovada, se manifestaba en respaldo del Presidente y exigía su liberación, en un clima colectivo de efervescencia democrática.
A eso de las cuatro, mi esposa fue invitada a una entrevista en la Radio Pública, mientras yo volvía a la Mariana de Jesús. Otra vez los gritos, los gases y el corre-corre, hasta que a eso de las cinco fui hacia la Radio Pública, para ver a Jenny a la salida de su entrevista. En la esquina de Amazonas y Eloy Alfaro hallé un pequeño grupo de manifestantes que exigía a los conductores que pitaran en apoyo a los golpistas, aunque la mayoría los veía con recelo.
Al llegar al edificio de los medios públicos, me topé con una cincuentena de personas que gritaba consignas contra Correa y en apoyo a los policías. De pronto, un pequeño grupo se lanzó a derribar la puerta metálica corrediza, irrumpiendo luego a la carrera en el edificio. Yo estaba estupefacto y buscaba comunicarme por teléfono con mi esposa, que estaba adentro, pero no me respondía.
Anochecía ya. Con la visera de la gorra sobre los ojos, para evitar ser reconocido, me acerqué a unos tipos que estaban atrás y parecían ser dirigentes del grupo. Eran gentes de alrededor de cincuenta años, con chompas de cuero y apariencia militar. “¡Si no lo tumbamos ahora, no lo tumbamos nunca!”, dijo el uno. “¡Por eso mismo es urgente tomar estos medios, para llamar al pueblo al alzamiento!”, dijo el otro. En eso recibí una llamada de mi esposa, que había logrado salir del edificio por una puerta reservada, junto con el Procurador General del Estado y sus guardaespaldas.
Me retiré con cuidado y me reuní con ella. Decidimos volver a la Plaza Grande, donde una masa compacta de ciudadanos seguía dando vivas a Correa y exigiendo su liberación. Cuando esta se produjo y el Presidente se asomó en el balcón del palacio, hubo un delirio colectivo. Su discurso, alternado con los gritos de la muchedumbre, nos mostró que el golpe había fallado, en gran medida por la movilización popular.