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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Combate entre un intelectual y un boxeador

Historias de la vida y del ajedrez
22 de mayo de 2014

Cuando todavía hoy, en reuniones elegantes, vemos sillas cubiertas con una tela que las cubren hasta el piso, deberíamos recordar que detrás de esa costumbre se esconde una obsesión sexual. En la hipócrita sociedad inglesa de la época victoriana, las sillas se cubrían con esa tela, porque se consideraba pecaminoso el que una silla mostrara las patas abiertas al público. Decían que aquello incitaba a inconfesables e innombrables deseos. Vaya uno a saber qué tenían en el cerebro aquellos que se estimulaban ante una silla.

Esa era una sociedad con aspiraciones imposibles de castidad. Allí, en teoría, las mujeres carecían de órganos sexuales. Por eso, en lugares públicos no había servicios higiénicos para ellas. Pero ellas, tozudas, insistían en tener, por lo menos, vejiga. Y por esa misma razón, también, usaban vestidos enormes, como paraguas desplegados desde la cintura hasta el piso. En los parques, entonces, cuando lo requerían, se paraban discretas cerca de un árbol y simulaban leer un libro con aire meditabundo. Y todos tan contentos, incluyendo el árbol, que recibía una generosa dosis de fertilizante líquido.

Y allí, en Irlanda, nació un jovencito brillante que nació para sacudir a esa sociedad enferma de hipocresía. A los 13 años, con su madre, conformó una institución no muy secreta a la que solo ellos dos pertenecían. Se llamaba la “Sociedad de lucha contra la hipócrita virtud, y en defensa del pecado”.  Aquel joven era grandulón, elegante, de un humor refinado e irreverente y el mundo lo conoció como Oscar Wilde. Irlanda se sacudía por las aspiraciones libertarias y su familia no era ajena a esas pasiones. Wilde era gay, lo cual se consideraba escandaloso y lo peor: socialista.

Antes de que el escándalo estallara, Wilde vivía días de gloria, era el personaje más reconocido en el ambiente literario y cultural. Un día, Lord Alfred Douglas, padre del amante de Wilde, en una vitrina donde se dejaba la correspondencia de los miembros del club, exhibió una carta dirigida a “Oscar Wilde, sodomita”.

Como consecuencia del escándalo desatado, Wilde fue llevado a juicio y condenado a cárcel, de donde apenas salió para morir. De Wilde queda el dolor de su destino final y una literatura que nos obliga siempre a pensar, gracias a su humor no exento de horror. Decía que “Uno siempre debería vivir enamorado. Por eso nunca debería casarse”. Y también afirmó: “Aquel que vive más de una vida, más de una muerte tiene también que morir”.

Lord Alfred Douglas, el hombre que acabó con la vida de Wilde también era escritor: fue el autor del reglamento internacional del boxeo. Ante semejante bestia, Wilde tenía que perder. En ajedrez siempre es al contrario: solo gana la brillantez.

Grau, Vs. Coria.  Montevideo 1921:

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