En el Ecuador la pobreza multidimensional se estima en un 35,1%, la pobreza extrema en 8,9%. En zonas rurales asciende al 41,8% y la miseria al 18,7%.
Detrás de las frías cifras están los seres humanos que no tienen acceso a la educación, salud, empleo y vivienda; ciudadanos que viven con menos de un dólar diario. Y en esas condiciones la emergencia sanitaria obliga al aislamiento.
Sin embargo, ¿cómo decirle a quien depende de su actividad diaria que se aísle, que guarde cuarentena?. Qué difícil exigirles “teletrabajo” o no salir a la calle un mes, dos o el tiempo que dure esta pandemia. Ahí no es suficiente la fuerza o firmeza de las autoridades.
Por ello, es preciso que el Estado proteja a estas familias durante y después de la emergencia; quien legisla y quien administra el Estado debe normar y establecer políticas que generen condiciones de equilibrio en este momento, pues la pobreza a la que estamos condenando a este sector de la sociedad trae consigo hambre, desnutrición infantil, explotación y hasta violencia. Cinturones de miseria que están ocultos en las grandes ciudades.
El virus pone al descubierto la miseria, nos muestra a quienes no hemos querido ver, devela sitios en donde no llega la autoridad ni el Estado y su sola presencia despierta la ira de sectores olvidados, que no están en Twitter ni Instagram, porque la precariedad no se exhibe.
El coronavirus ha llegado para mostrarnos la desigualdad, la antipatía, la codicia, el egoísmo del ser humano y la pobreza de su alma. Nos muestra aquello que debemos cambiar para hacer de este mundo un lugar habitable.
Después de esta crisis nada será igual. Es imprescindible construir un modelo de Estado que garantice bienestar, que entregue educación y salud pública de calidad, que instituya políticas de largo plazo para combatir la desigualdad, ampliar oportunidades y accesos, seguridad social universal, que nos dote de herramientas para dejar de ser ciudadanos precarios. (O)