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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Chigualito-Chigualó

27 de diciembre de 2015

La palabra ‘chigualó’ no consta en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, a pesar de que los folcloristas latinoamericanos la insertaron desde los albores del siglo XX en sus glosarios etnográficos, cuando se buscaba articular la cultura popular a los proyectos de naciones mestizas latinoamericanas.

Aunque muchas de las descripciones e inventarios de expresiones folclóricas quedaron atrapados en la envoltura y la forma y no lograron explicar las manifestaciones en el marco de relaciones de poder, sin lugar a dudas nos legaron registros y testimonios invalorables de tradiciones únicas que en conjunto nutren el espíritu latinoamericano. Gracias a Carvalho Neto y a Justino Cornejo, hoy sabemos que la palabra no canonizada por la Real Academia de la Lengua Española tiene historia y contenido.

En Ecuador, ese sustantivo es usado para designar una tradición religiosa en la que primero se alaba al Niño Jesús con villancicos y después se emprende la algarabía pagana. Las tres expresiones tienen características comunes: la copla de origen español, la figura central de un niño y la designación de esa tradición con el nombre americano ‘chigualo’, muy parecido al de ‘chagualo’, con el que se designa a un árbol de zonas andino-tropicales. Podría ser una de las maneras usadas por afroamericanos, descendientes de indígenas costeños y mestizos desplazados, para desafiar al orden colonial instaurado desde el siglo XVI.

Aunque una modalidad de chigualó (según Cornejo, la palabra es aguda) se mantiene en la provincia de Esmeraldas, es en Manabí donde tiene características propias y emprendió vuelo, tanto en el mundo campesino como en los pueblos en proceso de urbanización. Varios testimonios la vinculan no solo con el culto al niño Dios y los villancicos, sino también con la tensión entre el poder y la religiosidad popular de la provincia, debido a la tardía institucionalización de la Iglesia católica y a la condición periférica de su sociedad. Justino Cornejo testimonió que la celebración chigualera era perseguida por la Policía y la Iglesia.

Chigualar significaba cantar. El punto de enlace entre el mundo religioso y pagano se producía cuando se transitaba desde el villancico a los juegos de la pájara pinta, el florón, cajita de amor, la aguja, el piano, la flor de maravilla, el sombrerito o al contrapunto que servía de estrategia para cortejar. En el siglo XIX, ello significaba el riesgo de nuevos amores y pactos, lo cual ponía en cuestión al Estado confesional de la época, en una provincia que se insertaba rápidamente a la economía exportadora y caracterizada por la formación de una clase campesina que resistía a la autoridad. El matrimonio era por entonces un asunto tanto de amor como de economía.

El chigualó se celebra en diciembre y una modalidad de esa expresión concluye en febrero con las Candelarias, que coinciden además con la llegada de las lluvias. Una de las ‘apeadas del Niño’ con cánticos chigualeros se celebró años atrás en una de las tabladas, cerro arriba, cerca de Tosagua. Había sido organizada por una mujer campesina, que recreaba la tradición para reunir a sus más de diez hijos repartidos en los barrios marginales del país, cuando el neoliberalismo había acabado con la agricultura en Manabí. Muchos no vinieron, pero entre hijos y nueras se hizo el gentío, que cantaba alrededor de un altar barroco en el que lucían junto al Niño Jesús todas las chucherías que pudiera haber imaginado García Márquez. Y entonces se oyó: Niñito bonito/pechito azulejo/llévame esta carta/a Portoviejo. (O)

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