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El Telégrafo
Ramiro Díez

¿Cerebro de pez, o de gallina?

27 de febrero de 2014

“Los seres humanos llegaremos a saberlo todo, menos de qué están hechas las estrellas”, decía un famoso filósofo que, por supuesto, estaba equivocado. Hoy sabemos no solo eso, sino cuándo nacieron, y cuántos millones de años les quedan de vida. Es que el cerebro humano es una extravagancia, capaz de los más impresionantes prodigios. Sin embargo, ese mismo cerebro que desentraña los misterios cósmicos o que compone sinfonías, funciona como el de un pez. Y, muchas veces, como el de una gallina.

Un jovencito lo descubrió por accidente. Alguna vez puso una pecera sobre el borde de una ventana. Allí tenía un pez tropical amazónico, de color verde, cuyas hembras de la misma especie son de color amarillo. De repente, el pez enloqueció. Empezó a convulsionar y a darse contra los vidrios, a punto de matarse.  Recobró la calma y, tras un par de minutos, volvió a vivir ese mismo paroxismo. El joven lo descubrió todo: por la calle, en ese momento, pasaba un taxi amarillo. Y, más tarde, cuando pasó un bus escolar, el pez casi muere de excitación. La razón era que el pez confundía esa gran mancha amarilla, con una hembra de su especie.

“¡Qué pez tan tonto!”, dirá la mayoría. Pero el joven pensó que el pez se comportaba como los hombres, ante la pornografía: un montón de manchas de colores sobre una hoja de papel, o unos fotones disparados sobre una pantalla, despiertan en los hombres las mismas pasiones que el objeto real de carne y hueso. El cerebro de los humanos, en especial el de nosotros los machos, se comporta como el de los peces.  De no ser así, la industria de la pornografía no existiría.

El joven pensó que si las alucinaciones eran visuales, también podrían ser auditivas. Experimentó luego con una gallina a la que puso frente a un zorro embalsamado. En condiciones normales, el ave tendría que haber entrado en pánico. Pero hubo un detalle: una cinta magnetofónica que sonaba dentro del zorro, decía “pío, pío, pío ” como los pollitos. Resultado, la gallina se lanzó encima de su predador para protegerlo, feliz y amorosa, con sus alas extendidas.

“¡Qué gallina tan ingenua y tan suicida!”, pensarán algunos. Pero los humanos somos iguales a las gallinas: Rechazamos las evidencias y creemos en lo que escuchamos: los soberbios y los vanidosos, los que viven en medio de la lujuria del poder, hablan de la pobreza y la humildad. Y millones les creen. Los guerreristas y genocidas, los que bañan al mundo en sangre, hablan de la paz. Y millones les creen. Somos como las gallinas, que creemos en el  “pío, pío, pío” de los zorros que nos comen vivos.

El ajedrez, en cambio, es el mundo de la razón. Aquí nos matan, pero sin creer en ningún cuento.

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