Nunca había tenido el valor de enfrentarme a todos los sentimientos que tengo con respecto a ti. Hasta se podría decir que no te conocí: son contadísimas las ocasiones en que te vi y todas fueron por iniciativa mía o de mi madre; tanto así que mi madre tuvo que recurrir a solicitar judicialmente que se te retire la patria potestad porque tú, en mi vida, eras un impedimento más que un respaldo, protección o alivio.
Para lograr ese retiro, mi madre renunció a las pensiones alimenticias que adeudabas; ese valor tan ínfimo, y que no llegaba a los $ 1.500, era la suma de 15 años de mi existencia durante los cuales no cumpliste con esa obligación monetaria.
Mientras fui niña esperaba ansiosamente que llegara mi cumpleaños, la navidad o cualquier otra fecha especial para que vinieras por mí. Los años pasaron y un día entendí que no lo harías.
A ese entendimiento se unieron emociones y sentimientos como tristeza, desazón e incluso culpa e inferioridad, que más tarde se transformaron en depresión y ansiedad; tuve que recurrir a una terapeuta durante varios años para comprender que yo no era la culpable de que tú me hayas apartado de esa forma de tu realidad; que si tú no podías ver en mí un ápice de importancia o valía, no era responsabilidad mía.
Sí, esperé durante muchos cumpleaños y navidades que te hicieras presente, que me tomaras en tus brazos y me dijeras que me amabas, que me extrañabas, que lo que pasó entre mi madre y tú no deshace el lazo de padre e hija que nos unirá eternamente.
Eso fue mientras fui niña; ahora no espero más por ti. Y no fue necesario que mi madre me hablara mal de ti; nunca lo hizo. Fui yo quien entendió tus ausencias y tus silencios.
Tampoco te juzgo, sé que hacerlo me daña a mí. Lo que sí te regreso son todas tus responsabilidades.
Yo viviré libre y feliz, entendiendo que una niña no es la culpable del abandono, que nunca es la culpable. Y solo deseo que, donde estés, por fin seas feliz. (O)