Una persona, que en rechazo a la deforestación de selvas y bosques para convertirlos en pastizales para alimentar vacas que se convierten en hamburguesas, se hace vegetariana y libra su conciencia del latrocinio que cometemos diariamente los carnívoros; al degustar muy sutilmente una sana e inocente ensalada de frutas con fresas chilenas, jugo de naranjas españolas, trozos de mangos brasileros, melón peruano y sandía hondureña, es un verdadero criminal ambiental, al lado del cual los carnívoros parecemos ángeles celestiales, pues fue gigantesca la cantidad de bunker que debieron quemar y contaminar a la atmósfera los barcos y aviones que trasladaron estos productos que en un noventa por ciento son agua.
La tesis de los “kilómetros alimenticios” dice que los seres humanos debemos consumir lo que se produce y procesa en 150 kilómetros a la redonda del sitio donde vivimos o visitamos. Aquí se agrupa una infinidad de teorías y conceptos que buscan desde ayudar al campesino hasta aminorar el calentamiento global.
Desde el “slow food” que nació en Italia hace más de una década, en franca oposición al “fast food”, al cocinar y comer despacio -disfrutando- productos tradicionales de la zona, cuyo ícono es un caracol; el turismo socialmente responsable, que nos dice que debemos comprar a los productores y evitar los intermediarios; los alimentos orgánicos libres de químicos, productos con denominación de origen, alimentos ancestrales que rescatan las culturas, todos están contenidos en esta propuesta que se intenta difundir a través del turismo.
Evidentemente muchos ricos de los países desarrollados no tienen interés en esta teoría salvadora y asusta ver en sus restaurantes de lujo que pasen una “carta de aguas”, para escoger botellas que contienen líquido vital que son transportadas en gigantescos cargueros o aviones que las traen desde Fidji, Noruega, Argentina, Indonesia o Hawái, para halagar refinados paladares con un líquido que se supone sin sabor, sin color y sin olor, pero que sin embargo es motivo de calificación por expertos catadores que justifican sus altísimos precios.
¿Cartas de aguas que representan la paranoia de un consumismo desquiciado o “kilómetros alimenticios” que buscan salvar al planeta?
Con lo que cuesta transportar una botella de agua, un niño africano puede comer por una semana, sin embargo, cuando la cena terminó, de las lujosas botellas con diseño europeo, traídas desde los confines del mundo, apenas habían sido consumidos unos pocos sorbos.