Debes estar gozando estimado Carlos. Te imagino lo más cómodo, con tu toalla en la cintura, con tu gordura letal, debajo de un techo celestial o infernal, pensando cómo se van a evaporar tus libros, tus proyectos, tus planes y toda tu bibliografía. De alguna manera añorarás no tener que putearme cuando no te contesto el teléfono porque no publicaba un artículo.
Y yo que gozaba de escuchar tus puteadas, de que me digas en la cara que soy el más ingrato de todos porque estando en tu ciudad no pasaba a verte por tu casa. O te acordarás ahora (en este instante que leas esto) cuando fuiste el guía turístico para este serrano que descubría tu Guayaquil de mil amores.
¿Te acuerdas cómo fuimos por la ría oliendo, cantando, viendo todos esos traseros que suponías los más hermosos del mundo, impidiéndome pagar esa menestra con chuleta que a la larga mata a todos pero que a la corta nos hace felices al extremo de soportar cualquier sobredosis?
Estimado Carlos, yo creía que te ibas a morir de viejo, achacoso, vacilón, viejo verde, un tanto gruñón, melancólico y hasta un poco llorón. Y te vas sin tener tiempo de hacer los diez libros que soñamos alguna vez, esos de las entrevistas de los nuevos escritores ilustres de este país. Me dejas medio abrumado y hasta desolado. Teníamos tantas cosas por hacer con el cartoNPiedra.
¿Te acuerdas de tu propuesta para hacer una serie de reseñas de libros raros y casi desconocidos de este Ecuador de poetas desterrados de las editoriales “tucas”?
Seguramente nos esperas. De hecho, estarás gozoso y dichoso, apeteciendo la eternidad de tu inagotable sabiduría, lamiendo con cada página una a una las mejores obras de todos los clásicos. Dirás riéndote que ahora nadie está más cerca de Dios que vos. Y nuestra envidia, la mía por lo menos, es poca. ¿Qué le vas a decir al supremo de todas tus diabluras? ¿Establecerás el puente para que Lucifer y Jesucristo por fin se encuentren gracias a tu generosa voluntad de intermediario de todas las disputas?
¿Te acuerdas cuando visitaste a tu hermano en la cárcel y ahí sellamos nuestra amistad primera?
Ay, Carlitos, soy el más ingrato de todos. Ahora que te has ido recuerdo que tengo guardado y por devolverte ese libro que me prestaste para dejar de ser tan ignorante en temas de historia.
¿Cómo te lo devuelvo si ahora tendrás en tus manos nuestro destino y hasta podrás cambiar en algo nuestra historia? ¿Cómo cumplo la promesa de devolverte el favor de ser mi guía en Guayaquil y hacer lo mismo contigo en La Habana? Ya puedes escaparte un día del cielo y bajar por las calles de La Habana Vieja y/o de El Vedado o de Miramar para que veas esos traseros que prefigurabas en ese cuento que nunca terminaste.
Fíjate: el mundo no termina en un buen trasero, empieza con él, decías en medio de una carcajada sublime. Y yo, hecho el pretencioso y menos machista, te devolvía el piropo diciendo que no importa el tamaño del trasero sino del uso que hagan de él sus propietarias. Y vos, cagado de risa, me devolvías un manazo en la espalda para ubicarme en mi real dimensión: un sospechoso quiteño que no sabe cómo ocultar sus perversiones y delirios sexuales.
Por eso te quise, mi hermano. La última vez que almorzamos te advertí que comer de ese modo te podría llevar a la tumba y me dijiste que de ese modo se arriba a cualquier rumba. Y te creí.
No voy a llorar, te prometo. Solo quiero imitar tu risotada, volver por las calles que me descubriste del centro de Guayaquil, por esos pasillos donde hay librerías de libros usados, propiedad de viejos sabios que demuestran su sapiencia con solo verte a los ojos y recordar cada autor de cada obra extraordinaria.
Te juro que voy a recorrer esas calles para cumplir la promesa que hicimos un día de abril, mientras llovía en la Plaza San Francisco y te hacías el pelucón porque esa guayabera blanca no podía mojarse y menos ensuciarse por un chubasco lanzado desde un auto cualquiera.
Como muchos amigos te dijimos alguna vez ya bastante borrachos: nadie se despide de un amigo muerto, solo se hace la señal de espera, porque ya mismo nos toca.
Te adelantas, para variar, a todos. Primero fueron tus obras monumentales (cómo te envidiaba que hicieras libros de entrevistas que yo quería publicar), luego tus estudios históricos (¿sabes cuántos te odiaban por estar en la Academia de Historia?) y también tus enfoques acertados de la vida más cotidiana de este país. Y ahora te adelantas a la revoltosa paz eterna. Eres un adelantado para todo y yo ya no te envidio. Solo te quiero más, mi hermano. Con toda el alma.