Max Weber, el notable politólogo alemán, caracterizó al liderazgo carismático en la esfera política, distinguiéndolo del liderazgo tradicional basado en el estatuto y la ley. El carisma es esa condición innata que posee una persona y que le permite atraer a los demás en virtud de su discurso, su personalidad y su presencia. El carisma, en la política, es un rasgo importante. No puedo decir una virtud, pues su valor intrínseco, dentro de lo plausible, es limitado. Sin embargo, electoralmente, el ser carismático ayuda mucho.
Si examinamos la historia vemos que, lamentablemente, muchos líderes “carismáticos” han sido nefastos para sus países. El carismático, sea docto o ignaro, sea educado o chabacano, sea genuino o farsante, logra encantar y seducir al pueblo que lo sigue con credulidad y hasta con pasión. Líderes políticos carismáticos han sido Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Juan Domingo Perón, José María Velasco Ibarra, Fidel Castro, Rafael Correa, Néstor y Cristina Kirchner, Hugo Chávez, entre otros. No hay duda de que tras su gestión, en casi todos los casos, dejaron una huella de desolación, miseria o corrupción.
Han habido otros líderes carismáticos cuya influencia política ha sido indudablemente positiva, como Nelson Mandela, Martin Luther King, Mahatma Gandhi; y otros, cuya gestión ha sido notable y respetable, aunque con alguna controversia, como el caso de Winston Churchill, Barack Obama, Bill Clinton o Napoleón Bonaparte.
Resulta evidente que el político carismático y populista, aquel que dice lo que el pueblo quiere oír, aquel que se presenta como el Mesías, refundador de la patria, es el individuo peligroso y ominoso. El político carismático, intelectualmente honesto, sapiente y que conduce a su país por el camino debido, aunque no sea necesariamente el popular, es el respetable y confiable. El populismo resulta ser, entonces, el diferenciador pernicioso.
El ser carismático en la política, como vemos, no es necesariamente malo pero, en pueblos poco enterados, sensibles al histrionismo y vulnerables ante la oferta fácil, el carisma del político es un arma peligrosa. Ojalá aprendamos, en Ecuador y América Latina, pero también en el resto del mundo, a analizar el contenido del pensamiento y de los programas y a confiar más en los políticos menos carismáticos. En general, son los mejores. (O)