La educación es ética y es política. Y lo es, en la medida que, por un lado, se preocupa por incorporar y desarrollar ciertos principios axiológicos que nos permiten interpretar el mundo y nuestra propia vida en el mundo; y por otro lado, porque la educación tiene como objetivo el alcance de determinadas competencias que nos permiten la acción en el mundo y la transformación de la sociedad.
En la actualidad, resulta absurdo pensar a la educación desde un punto de vista conservador y retardatario, para volver al pasado. La educación debe permitirnos alcanzar el futuro, y ello implica la transformación del mundo.
En esa transformación se van operando una serie de análisis y confrontaciones a lo que hasta ahora ha imperado como criterios culturales hegemónicos y sistemas de creencias, y en esa medida la educación también es crítica.
Pero la educación no es solamente retórica, la educación es la posibilidad real de la generación y construcción de alternativas. Ninguna sociedad es mejor que sus escuelas, de ahí es fácil deducir que a mayor claridad y mejor calidad de la educación en los términos descritos, mejor sociedad tendremos.
Este triángulo de educación, ética y política es la base de una epistemología que podríamos llamar como epistemología de la emancipación, pues tiende a descolonizar la conciencia, a responsabilizar a la ciencia y a la técnica, y a saber valorar el saber, puesto que el saber ya no es patrimonio de las instituciones oficiales, y requerimos mirar las propuestas que subvierten el ordenamiento de lo dado con el objetivo de trascender.
Parafraseando a Alejandro Dolima, diríamos que la educación es una perpetua víspera, es lo que es pero también lo que debería ser. (O)