El capitalismo central no acaba de superar una de sus crisis más profundas. Una de las diferencias más notables entre la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado y la crisis actual es que antes los banqueros recibían el escarnio público y ahora los gobiernos y las entidades multilaterales los redimen con enormes salvatajes financiados por la gente. La volatilidad, la especulación como norma de conducta y la precaria regulación de los mercados financieros han sido el denominador común.
La crisis actual, desatada en 2008, no es solo financiera. Se trata de varias crisis, mutantes y agresivas. Al desplome de los mercados financieros del Norte, y en especial de los Estados Unidos, le siguió la caída global de la demanda.
Esto en medio de inéditas restricciones energéticas y alimentarias, que tienen como telón de fondo el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, debido a las altas tasas de deforestación. Todo esto configura no solo un cambio en la economía o en el orden social.
La crisis económica detonada por el “estallido de la burbuja inmobiliaria” y los “papeles basura” parece erosionar de manera irreversible las bases sobre las que se construyó el “sueño americano” –en la interpretación que aparece en el libro La épica de América, de James Truslow Adams, en 1931-, es decir la libertad y la igualdad de oportunidades.
La crisis nació en el seno de la economía más poderosa del planeta y marcó el fin de un momento histórico. De particular significación resultó ser la manera en que Estados Unidos gestionó su crisis: se despreocupó de sus déficits y absorbió los excedentes de las restantes regiones ricas y de China, drenando el mercado internacional de capitales. En días pasados, el mundo evidenció el enorme endeudamiento de la economía más poderosa del planeta, y la necesidad de elevar el techo de su deuda, para evitar caer en un default y para no pasar la factura de la crisis a los más ricos vía impuestos.
Para evitar esa succión de recursos que ya ha comenzado a ejercer el capital financiero transnacional como forma de salir de la crisis, es necesario acelerar la constitución de la Nueva Arquitectura Financiera Regional, para desvincular del dólar a la región latinoamericana y todos los contagios que nos acarrea. Es oportuno aglutinar esfuerzos en torno a Unasur, y, en el caso ecuatoriano, ya es hora de pensar en forma seria en el plan apropiado para despertar del ensueño consumista de una dolarización que ha costado más de $ 10 mil millones en una década de bonanza de la importación y de desmantelamiento de los pocos brotes de manufacturas que habían sobrevivido a la crisis financiera de 1998-99.