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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Campesinos arroceros

26 de octubre de 2017

Mucha tinta para lo político y para las libertades de los cuerpos. Poca tinta para los derechos colectivos. Nos estamos olvidando de otras realidades en las que persisten la desventaja y la injusticia. Tenemos, incluso, los ojos cegados por una perspectiva puramente culturalista, que a veces termina por reducir en la formalidad montuvia al grupo social campesino. Afortunadamente, cada cierto tiempo se mueven hacia los nudos mercantiles, ciudades y carreteras, y los medios de comunicación los visibilizan, por no tener más remedio.

Durante las últimas semanas, la fuerza campesina se ha hecho presente nuevamente. Más allá de la diversidad étnica, fueren indígenas de la sierra o montuvios de la costa, mujeres u hombres, jóvenes o ancianos, se juntaron en su condición de ‘clase’ campesina, en demanda de equidad territorial, en el caso de las parroquias rurales, y de precios justos, en el caso de los sembradores de arroz, cuya biografía social revela el drama histórico del campesinado ecuatoriano.

Gracias al nutrido estudio de Roque Espinosa, sabemos que el arroz se convirtió en el principal producto de exportación nacional entre 1940 y 1950, salvando dos décadas de transición durante las cuales Ecuador no encontraba otra forma para obtener divisas, una vez que había concluido el ciclo del cacao. Pero el arroz fue mucho más que una mercancía exportable, se transformó en alimento nacional, permitiendo la ‘llenura’ de los segmentos populares, los cuales incorporaron la gramínea en su dieta cotidiana, desde finales del siglo XIX, todo lo cual impulsó -además- el mercado interno.

El arroz, aquello que comemos la mayoría de los ecuatorianos casi todos los días, es un producto que se obtiene después de un complejo proceso agroindustrial, que empieza con la aventura de la siembra sujeta a los avatares del clima; y termina en las fases de ‘pulido’ o pilado. El largo proceso configura una forma específica de producción, que coloca en desventaja al pequeño campesino, preso de dos deudas: la que debe pagar por el arrendamiento de la tierra y la adquirida con los chulqueros, los bancos o con las grandes piladoras, que antes otorgaban anticipos.

Todo ese esfuerzo puede significar una pequeña ganancia para las familias campesinas, en tiempos de buenos precios, pero la mayor rentabilidad es apropiada por las grandes piladoras, los comerciantes intermediarios o las cadenas de comisariatos privados. En pocos días una piladora mayor y el intermediario especulan y logran obtener una rentabilidad superior a la del sembrador, que debió  trabajar tres meses a sol ‘prendido’ para marginarse una mínima ganancia.

Más allá de las políticas estatales para mantener el equilibrio de los precios justos, la dinámica productiva mundial termina por influenciar. En 2016 hubo un incremento sin precedentes en la producción de cereales en el mundo, entre ellos el arroz, en parte porque China, uno de los productores históricos, comenzó a importar la gramínea, tendencia que actualmente se revierte, lo que explicaría que el excedente peruano ingrese a Ecuador.

No solo son los nuestros, quizás muchos pequeños campesinos del mundo, sobre todo los latinoamericanos, se balancean, como siempre, entre su necesidad de articularse a un sistema injusto donde prima la lógica del mercado, y su persistencia para mantener una suerte de ‘ética de subsistencia’ o una especie de ‘economía moral’, basada en derechos y deberes mutuos y en principios de justicia de precios y reciprocidad. (O)

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