El Imperio español donde jamás se ponía el Sol era inmenso y poderoso, pero su armadura estaba hecha de miles de pequeñas bisagras que funcionaban como micropoderes, sin cuyo movimiento no fluía el dominio. Esas bisagras no solo eran operadas por los cabildos de criollos, sino también por los señores étnicos descendientes de los pueblos originarios, muchos de los cuales terminaron pactando con el poder colonial. Don Guamán Poma de Ayala contaba a principios del siglo XVII que muchos de los descendientes de los antiguos señores cuidaban que los indios comunes no se sublevaran, vivieran quietos y en paz, acudieran a las mitas y entregaran los tributos, por lo cual ellos obtenían el privilegio de no pagar la contribución, quedarse con parte de la recaudación y usar mano de obra de su pueblo para cultivar su tierra, garantizando a la vez, formas de reciprocidad con su grupo.
El truco del sistema estaba al fin y al cabo en el desarrollo de cuerpos intermedios que manejaban espacios autónomos de poder a cambio de lo cual facilitaban el orden colonial. A lo largo del siglo XX habría florecido cierta conciencia étnica-campesina, pero tras el levantamiento indígena de 1990, el neoliberalismo incentivó la política de la etnización, para librar al Estado de efectivizar derechos, transfiriendo roles a líderes indígenas y a ONG.
La vieja historia colonial sobre el papel de algunos de los caciques de indios se vuelve hoy actual, porque nos permite ensayar una explicación acerca de las razones por las que, en Ecuador, cierta dirigencia indígena puede establecer acercamientos o alianzas con la burguesía. Si usamos solo el enfoque que divide las posiciones políticas entre izquierda y derecha, es difícil entender cómo líderes indígenas que enuncian causas sociales puedan marchar unidos con grupos políticos que buscan en esencia retomar el control del Estado para eliminar derechos a favor de la libertad del mercado.
Pero, si en cambio, operamos con una mirada histórica, quizás podamos asimilar que parte del problema radica en que fragmentos de las viejas estructuras coloniales aún perviven y chocan contra la racionalidad de la democracia moderna. El Estado colonial en realidad no se relacionaba directamente con los individuos, sino por medio de cuerpos intermedios, como los cabildos; o a través de caciques que controlaban bases compuestas por colectivos de indios comunes, unidos por una cultura común o por parentescos. En cambio, un Estado democrático requiere la relación directa con la sociedad civil. Cuando ese Estado moderno democrático ejerce, quiebra los viejos poderes étnicos, que se mantuvieron sobre todo en zonas interandinas.
El modelo neoliberal busca achicar el Estado y disminuir la democracia; al viejo esquema colonial–cacical le es también funcional un Estado no democrático, que requiera delegar poder y amplios fueros a grupos étnicos locales. Por ello, en ese caso, existe un punto de encuentro entre ese viejo esquema cacical y los intereses de la burguesía.
Pero más allá de la historia contada, hay otra que habla de aquellos indios que no cedieron al poder colonial ni al del posterior Estado oligárquico–terrateniente del siglo XIX; ni al Estado neoliberal de finales del siglo XX. Esa historia fue protagonizada por indios como Dolores Cacuango, quien sobrepasaría la visión étnica y entendería quizás mejor el problema de la lucha de clases. El corazón de ella estaba hecho de amor y de maíz. (O)