No dudo de la buena índole de Lenín Moreno. De no ser por su bonhomía, el desenlace habría sido diferente. Escuchó al alto mando militar y trasladó la sede de gobierno a Guayaquil; dispuso que no sean usadas armas letales por la fuerza pública; concedió que el diálogo sea público, en cadena nacional, en vivo y en directo.
De no ser por todo ello, la cifra de muertos sería de centenares; se habría mantenido, a la fuerza, el decreto 883; el resentimiento social se habría multiplicado y las condiciones para la sedición y la inestabilidad democrática se hubieran promovido. Hay quienes hablan de represión descomunal. ¡Falaces o inconscientes!
La perversidad y agresividad de los manifestantes fue descomunal. Saqueos, incendios de edificios y vehículos, tácticas de guerrilla urbana, agresiones a civiles, invasión, robo en urbanizaciones privadas, ataques a la fuerza pública, secuestro y vandalismo.
En cualquier lugar del mundo, circunstancias así habrían provocado una respuesta proporcional de la fuerza pública, con una mortandad incalculable.
Al contrario, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional demostraron un encomiable autocontrol pues su disciplina fue tanta que hasta sufrieron humillaciones inéditas sin que hayan reaccionado.
De diálogo, nada. Imposición prepotente, ante todo el Ecuador, por dirigentes indígenas que exigieron cómo sería el diálogo y que acudieron sabedores del desenlace.
¿Han ganado los indígenas? Categóricamente no. Su integración al desarrollo no pasa por mantener, a la fuerza, el subsidio a los combustibles. ¿Perdedores?: todos; incluido el sátrapa que vocifera desde el ático.
Octubre de 2019 marcará la época del irrespeto absoluto a toda autoridad, la era de la fractura de la sociedad, el tiempo en que unos pocos violentos, por la fuerza, deciden por el resto. Vivir en democracia es ganar o perder con votos y respetar la ley y las instituciones. (O)