A lo largo de la historia, nuestro país pasó de democracia a dictaduras y viceversa. Crisis, descontento y revueltas fueron sustituidas para dar paso a otras fórmulas que, en apariencia, podían procurar el bien común a la sociedad de una forma más satisfactoria. Por esa razón dictadores y demócratas asumieron el poder.
Democracia y dictadura son antítesis, presentan sus propias características y tienen algo en común: en algún punto, pasan de defender los intereses comunes a defender los particulares. Esto hace presumir que la historia se resume en la búsqueda orientada al bien común, al mejor sistema de gobierno.
Cada cuatro años, la decepción, frustración y pérdida de esperanza, se hacen presentes en la vida de los ecuatorianos al descubrir que el sistema no es apto, porque los gobernantes no tienen o no quieren identificar dicho bien. Einstein ya anticipó que "si uno busca resultados distintos, debe empezar por no hacer siempre lo mismo’’. Al parecer, aquí radica la clave para evitar que la actual democracia fracase como las precedentes.
Además de todo el daño generado, Ecuador es un país roto por el fanatismo político; sus dirigentes dejaron de considerar su labor como un servicio a la sociedad, al generar inevitable declive que podría arrastrar a nuestra débil democracia hacia el barranco. Los gobiernos no funcionan debido a que quienes los deben hacer funcionar son personas y; dado que el éxito o fracaso de un gobierno depende de la naturaleza defectuosa del ser humano, desde su origen se prevé una tendencia al fracaso. No hay sistema perfecto si éste descansa en personas imperfectas.
En estos cuarenta años y más, hemos tenido sistemas de gobiernos sustentados sobre el autoritarismo que, aunque adopten la forma de una democracia, tarde o temprano quedan desenmascarados por las evidencias. Mientras los valores del sistema escogido no se respeten y los dirigentes políticos, independientemente de su ideología, no defiendan los intereses comunes, resultará inviable que tengan éxito.
No se trata de izquierda, derecha o centro, sino del enfoque concreto de la política y la evolución que en las últimas décadas ha sufrido Ecuador. Los ciudadanos demandan y reclaman que los políticos afronten su labor en la construcción de un país que importa a todos y no como competencia por el poder.
No es saludable el tira y afloja, con el objetivo de lograr el número de votos suficientes para no contar con el punto de vista de ningún otro partido o movimiento; sólo confirma el apetito voraz de gobernar solos, a sabiendas que nuestra realidad demuestra que el surgimiento de nuevos partidos y movimientos políticos fragmentan el voto, qué hay un cambio de prioridades en la población, además de las nuevas corrientes de opinión a través de las redes sociales.
Estas son nuevas lecturas que la clase política debe tomar en cuenta para gobernar. Tratar de conseguir una mayoría absoluta cada vez es más difícil, al sobresalir la ironía de una clase política que no sabe dialogar, consensuar o mediar. En resumen, no sabe hacer política.
En lugar de ir al encuentro de puntos en común, los partidos políticos y candidatos a dignidades, buscan destruir la imagen de sus rivales. Ejemplos a granel y en muchos casos hasta llegan a violentar la intimidad personal y familiar. No se discuten ideas, sino culpas y solo se escuchan discursos de odio. Quienes aspiran a dignidades de las funciones del Estado, al sentirse incapaces de convencer con una limpia oratoria y empatía, recurren a la violencia mediática y discursiva, sin caer en cuenta que, al entrar en el espiral de agresividad provoca radicalización de posturas, polarización de opiniones, tornándose imposible el entendimiento y el encuentro.
Cada vez se extiende el descontento entre los ciudadanos, y eso se vivió en febrero durante el proceso electoral de elección de autoridades seccionales en las cuales se registraron los resultados más bajos de la historia de nuestra democracia. Un par de excepciones de alcaldes que sobrepasaron un 60% de votos. Los demás rondan entre el 20 y 25 %. A los prefectos, les fue mejor.
¡Qué decir de la Asamblea Nacional! donde no conocen el significado de bien común, mientras el ciudadano de a pie siente fastidio e inquietud al mirar y escuchar a sus representantes destilar encono en sus proclamas contra otras funciones del Estado. Estas actitudes llevan a reflexionar cómo un pueblo puede elegir perfiles con personalidades tóxicas qué, en su mayoría desconocen las normas elementales del derecho para legislar y fiscalizar. A la brava, ante el miedo de unos y la impavidez de otros, sus palabras y acciones, se convierten en armas y la empuñan para forzar salidas inconstitucionales.
A pesar de los resultados, hay que rescatar la democracia; no porque se trate del mejor sistema de gobierno, sino porque de seguir así, los siguientes gobernantes acabarán de la misma manera o peor.
Hay que apostar a la fe, esperanza, sensatez, cordura y razón para entender y aceptar que la renovación de la política reside en la sociedad civil. Lo expresó Gandhi: “Si hay un incompetente en el poder, es porque quienes lo eligieron están bien representados”. Si deseamos una clase dirigente que esté a la altura de las circunstancias y que sea capaz de realizar la mejor gestión posible, deben ser los ciudadanos los que establezcan ese nivel de excelencia entre los políticos y así restituir la confianza.
Los ciudadanos son los únicos responsables del panorama político y son ellos quienes deben solucionarlo, sin importar las heridas y cicatrices, los gestos valientes o desplantes, los desgarros disimulados y convicciones. Es hora de abandonar nuestro metro cuadrado, el susurro, la indiferencia y mansedumbre para empuñar el baluarte de la dignidad, como el único recurso que nos queda.