Muchos expertos han llegado a la conclusión de que el objetivo de la administración pública es contribuir a mejorar la calidad de vida de las personas. ¿Pero qué significa esto?. Evidentemente tiene que ver con el acceso creciente a los beneficios que presta la sociedad, beneficios que, por otro lado, se acrecientan y diversifican.
Es decir, un círculo virtuoso que finalmente no puede ser medido de manera cuantitativa ya que su evaluación es necesariamente cualitativa.
La “calidad de vida” es un complejo sistema de definición de los objetivos del desarrollo humano, los cuales no deberían ser confundidos con los medios o mecanismos necesarios para su acceso.
Ahora bien, estos medios y mecanismos en lo profundo se revelan, o como capacidades y recursos, o como oportunidades, tal como lo enseñó el célebre economista Amartya Sen.
En este punto valdría decir que, sin embargo, la educación y la cultura son objetivos del desarrollo humano, y al mismo tiempo deben ser entendidos como capacidades, recursos y oportunidades.
Usar la educación y cultura para mejorar la calidad de vida de las personas o para tornar más accesibles los mecanismos para hacerlo, en términos absolutos, siempre será una buena inversión.
La tradicional falta de interés y entendimiento de estos temas por parte de los políticos hace que se distorsione y contraiga la gestión pública de la educación y la cultura y se menosprecie el impacto de la cultura en su gestión política.
Pero es todo lo contrario. El político que invierte en educación y en cultura tiene el beneficio de haber contribuido a acuñar un capital social y cultural siempre disponible para respaldar su gestión.
Si los políticos no se convencen en invertir en la educación y en la cultura por el bienestar general que prestan a la población, quizá quieran hacerlo por los favores y réditos que les podría brindar. Si bien lo segundo no es lo ético ni lo más recomendable, diría, siguiendo a Maquiavelo, que de todas maneras nos es conveniente porque a la larga gana la sociedad. (O)