La televisión ecuatoriana adolece de creatividad y profundidad temática (exceptuando pocos casos). Tal criterio puede sonar trillado, sin embargo, es un fenómeno recurrente y visible. La parrilla programática está recargada de violencia, sexismo, lugares comunes, improvisación. Y algo que es impensable en el periodismo: falta de eticidad.
Uno de los factores de la trivialización de la tarea televisiva es la ausencia de profesionalismo, en los conductores/as. Al igual que un limitante nivel académico de los presentadores/as. La TV no puede entenderse como un hobby, no debe practicarse desde el escenario fútil de la curvatura femenina. Este medio audiovisual tiene un amplio y directo influjo en la sociedad contemporánea, por ello, su responsabilidad pedagógica es determinante. La TV tiene parámetros vitales de existencia, que se resumen en el sentido verbal de: informar, educar y entretener. Al parecer, tenemos la sensación de que los productores han reducido su propuesta al divertimiento, descuidando la ventaja didáctica que la pantalla chica puede brindar a la comunidad. La labor informativa -no exenta de intereses- se sostiene con un esquema homogéneo, en donde los medios privados tienen una agenda y actores propios, que los alejan de la mentada independencia periodística. La búsqueda de la verdad tiene componentes definidos en la línea editorial de cada medio. En el aspecto educativo, nuestra TV pierde el año.
La propagación de programas ligeros va en detrimento de la esencia televisiva. Para colmo, parece que el receptor/a empieza a acostumbrarse a la propuesta mediática, sin que prime la capacidad cuestionadora frente a los contenidos. Esto es, el vértigo de lo cotidiano se impone ante el razonamiento individual. La masificación discursiva va de la mano con la banalidad de la imagen.
Aquellos shows de farándula se entremezclan con realities y enlatados. Un verdadero cóctel de mediocridad. A lo mencionado, hay que añadir la propagación de la crónica roja. En otras palabras, el absurdo de lo evidente. O basura televisiva.
La desacralización de los hechos se confunde con la insolencia del lenguaje y la vulgaridad de lo retratado. Los sucesos tienen sinónimo de morbo y mirada de tercer mundo.
¿Debemos seguir aceptando este entramado televisivo o es el momento adecuado para exigir modificaciones en su estructura conceptual y renovación en su esquema propositivo?