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El Telégrafo
Antoni Gutiérrez Rubí

Baile, política y comunidad

24 de enero de 2016

En la última década hemos visto cómo se han puesto de moda las maratones. Tal es así que hoy sería extraño encontrar una ciudad que, al menos un día al año, no se vea invadida por los corredores. Sin embargo, correr no es para todo el mundo. Las maratones son masivas pero no universales. La música, en cambio, sí lo es. «La música es el lenguaje universal de la humanidad», dijo alguna vez el poeta estadounidense Henry Wadsworth Longfellow. Algo que recientemente confirmó un grupo de científicos canadienses de la Universidad McGill al realizar un experimento musical con la tribu pigmea Mbenzélé, del Congo, y un grupo de montrealeses. Ambos grupos fueron sometidos a una idéntica serie de canciones ―desde Mendelssohn hasta la banda sonora de Star Wars, desde Wagner hasta ritmos africanos―, mientras los científicos observaban sus reacciones verbales y no verbales. Los canadienses y congoleños mostraron reacciones biológicas (frecuencia cardíaca, respiratoria, contracciones musculares, etc.) muy similares, pero lo expresaron (a través de emoticones que debían marcar al finalizar cada pieza) de forma diferente. De este modo, se reafirmó que la música es un idioma universal que conecta desde las emociones y provoca determinadas reacciones físicas… «La música expresa los movimientos del alma», ya decía Aristóteles.

Y si la música es universal, bailar también lo es. Desde siempre, el ser humano ha tenido la necesidad de expresar sus sentimientos a través de la comunicación no verbal y, especialmente, a través de la danza. La antropóloga y bailarina Joann Kealiinohomoku la definía como «un modo transitorio de expresión del cuerpo humano moviéndose en el espacio, realizado en una determinada forma y estilo. La danza ocurre a través de movimientos rítmicos seleccionados y controlados intencionalmente; el fenómeno resultante es reconocido como danza tanto por el intérprete como por los observadores miembros de un determinado grupo». La danza es expresión, pero es también identidad, interacción social y apropiación del espacio.

Como fusión entre el deporte, la pasión por el baile y la música, surgió la bailoterapia, una práctica que tiene sus orígenes entre las medicinas alternativas europeas y el aerobic dance estadounidense y que, en los últimos años, ha ganado miles de adeptos en Latinoamérica. En Venezuela comenzó en 1995 de la mano de Pedro Moreno, primero en gimnasios de Caracas y luego al aire libre. En Ecuador, encontramos proyectos como Ecuador Ejercítate del Ministerio de Deporte del Ecuador, el cual impulsa sesiones de bailoterapia por todo el país. Según los datos de 2014, sólo en la ciudad de Quito existían 260 de puntos que involucraban a más de 24.000 quiteños (mayoritariamente mujeres y niños) de distintas clases sociales y edades. Pero la bailoterapia no es exclusiva de Latinoamérica. En China, por ejemplo, la practican decenas de miles de mujeres, tal como se explica en este artículo de The New York Times.

La bailoterapia aporta beneficios evidentes para el cuerpo y la salud como tantas actividades físicas, pero lo que la diferencia de otras es que el lugar para ejercitarla puede ser una plaza, un parque o una calle. La música es el elemento común que pone en movimiento el cuerpo de todo aquel que participe (no importa el nivel que se tenga, la edad, la clase social…). Después del baile, además, suelen colocarse mesas con agua y refrescos donde se congregan los asistentes, generándose así relaciones de amistad y compañerismo. Las sesiones de bailoterapia crean comunidad; por ello, los participantes muchas veces se reconocen entre ellos como «la familia del baile».

La bailoterapia es comunidad y es también apropiación del espacio público. Este concepto comprende una dimensión urbanística, cuando se refiere a los lugares de propiedad pública (y no privada), y otra dimensión política, que hace referencia a una esfera de deliberación. El filósofo alemán Jürgen Habermas lo definía como «un ámbito de nuestra vida social, en el que se puede construir algo así como opinión pública [...] Los ciudadanos se comportan como público, cuando se reúnen y conciertan libremente, sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremente su opinión, sobre las oportunidades de actuar según intereses generales». La bailoterapia se apropia, al mismo tiempo, de ambas dimensiones.

Distinto es el uso que se está haciendo del baile desde el marketing político y la comunicación electoral. En los últimos tiempos hemos visto a políticos de todo el mundo mostrar sus habilidades dancísticas en platós de televisión y actos públicos. Lo hicieron Barack y Michelle Obama en dos populares late night shows; el argentino Mauricio Macri en reiteradas oportunidades, hasta convertirlo en una marca registrada de sus actos y festejos; y, en España, entre muchos que lo probaron, pasó a la historia el enérgico baile de Miquel Iceta, candidato del Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) en las últimas elecciones municipales.

La bailoterapia, en cambio, va más allá de estas expresiones individuales, la mayoría de ellas pensadas al detalle. La bailoterapia, concebida de abajo hacia arriba, comprende la capacidad de organizarnos con otros para modificar el entorno, para hacerlo nuestro… Juntarse para bailar en la calle es una manera de tomar la calle con alegría. La música rompe las fronteras de lo privado. Es libertad, emancipación, colectividad. Y, a su vez, genera nuevas dinámicas sociales, poniendo en práctica la democracia de forma audaz, creando una identidad social y respetando la diversidad.

La política tiene que potenciar este tipo de actividades, ya que se trata de una posibilidad para desarrollar un vínculo relacional con los ciudadanos, una herramienta para conectar con y entre ellos y cuidar el espacio público. La célebre poetisa Maya Angelou decía: «Todo en el universo tiene ritmo. Todo baila».
¿Y la política? Sí, la política también.


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