Hablamos a menudo de lo nefasto que fue el neoliberalismo en pregonar la disminución del rol económico del Estado, pero nos olvidamos, a veces, de señalar su otro gran legado: el rechazo de cualquier cosa que huela a contrato social. Para los proponentes de las libertades ad infinítum, cualquier restricción del libre albedrío en su estado más puro es percibido como señal de autoritarismo.
El retorno del Estado y de lo público y la idea de que la libertad se debe gozar hasta donde coarta la libertad de los otros, serán siempre resistidos por aquellos que lograron aprovechar el vacío normativo del Estado para afianzar su poder en detrimento de los demás. Resultaría ingenuo sorprendernos de que nuevas reglas de juego universales y no discriminatorias no sean tildadas de “autoritarias” por los perdedores en esta transición.
Tal vez lo más preocupante sea el profundo arraigo de estos raciocinios ultraliberales en algunos sectores de la izquierda (que se autoproclama radical); tanto en el corporativismo estudiantil o sindicalista mafioso, como en la alta intelectualidad capitalina que oscila entre el onegeísmo antigubernamental (valga la cuasi redundancia), una suerte de seudoanarquismo con tintes posmodernos (pero en realidad eminentemente liberal), y sus reiterativas reivindicaciones oriundas del “antipoder”. Para ellos, el poder apesta y cambiar su equilibrio significa acercarse a aquel otro gran pestífero: el Estado (aunque ojalá pague la consultoría o el proyecto de investigación).
No cabe la menor duda de que el afianzamiento de los Estados (y de los estados-nación) ha adoptado, a menudo, carices autoritarios, pero sugerir que el actual retorno del Estado ecuatoriano se caracteriza por prácticas dictatoriales o que el Gobierno, imbuido de autoritarismo latente, busca instaurar un sistema totalitario, releva más de la paranoia que del análisis serio.
Ha llegado la hora de entender que tener mecanismos estatales de regulación, pedir la rendición de cuentas a sectores que brindan un bien público, o gozar de una importante presencia en el Legislativo, no son pecados ni son sinónimos de autoritarismo.
Es momento de dejar de concebir a la independencia de los poderes como una oportunidad para desestabilizar (o tumbar) al otro, a la autonomía como una vulgar defensa de intereses corporativos, y a la democracia como una sociedad de todos contra todos.
No confundamos, con espanto virginal tan poco sincero, nuestra incipiente estabilidad con autoritarismo.