Quito es una ciudad con gran historia; es la síntesis de una nación diversa, dueña de rica cultura ofrecida generosamente al mundo; tan altiva como el Pichincha, forjadora de libertad y pujante por la energía que bulle por sus plazas señoriales, calles añosas, valles y quebradas; Luz de América y Patrimonio Cultural de la Humanidad. Una capital con tantas cualidades se distingue de otras, enorgullece a los ecuatorianos y a quienes en ella viven, por lo que merece tener los mejores administradores.
Hace unos años conocí con alguna profundidad la institución municipal capitalina, a la que siempre concebí como una especie de “mini Estado”, debido al tamaño de la estructura administrativa y complejidad de su funcionamiento, al número de funcionarios que allí laboraban, a los frentes que debía atender, en fin, dimensioné también la importancia que tiene para lograr, por medio de su accionar, el mejoramiento de la calidad de vida de cerca de 3 millones de habitantes.
Al día de hoy la capital tiene un largo listado de asuntos pendientes de resolver, porque han sido postergados o, no han recibido la atención debida de las autoridades de turno. Es grande la preocupación sobre el uso correcto de los recursos económicos y la atención a asuntos como la seguridad, el metro y un sistema integrado de movilidad, el Estatuto Autonómico, la generación de condiciones para impulsar la recuperación económica y el empleo en el distrito, cuidado del ambiente y aseo, inclusión y cultura. El derecho a la ciudad aún es entelequia entre nosotros.
Quito debe recuperar su lugar como centro político de la vida nacional, y proyectarse como metrópoli amigable de puertas abiertas para todos, que garantiza vida digna a quienes se asientan en su extendido territorio; pero esto solo puede lograrse con autoridades honradas y visionarias, embebidas del espíritu de servicio, condición primera para rescatarla de la penosa decadencia y marasmo que la abrasa.