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El Telégrafo

Armas fratricidas

16 de julio de 2012

Los analistas, expertos políticos internacionales, nunca se pondrán de acuerdo para ver de dónde brotó la primera semilla de la denominada “Primavera Árabe”, que desató, entre  2010 y 2012, una serie de guerras y levantamientos entre supuestos hermanos del mundo árabe, que vive la crueldad de los bombardeos y estallidos terroristas que matan civiles sin preguntar a quién.

No se ha emitido, ni por ensayo, un cálculo para estimar el número de civiles que han muerto en estos dos años de supuesta primavera.

Mujeres, ancianos, niños: todos ellos víctimas indiscriminadas de las matanzas que provienen de  armas de fuerzas regulares, pero también de las irregulares, que se ubican en las oposiciones a los gobiernos de turno.

El gobierno de cada país tiene un ejército que obedece a los designios  de sus mandantes. Y frente a cada ejército hay una oposición armada que actúa por su cuenta y riesgo, coordinadas por interesados.

En ninguno de los casos existe control del accionar de quienes manejan armas de todo calibre para segar  la vida de los supuestos antagónicos.

Y es el uso indiscriminado de esas armas el que está provocando una matanza sin límites de las poblaciones civiles.
Hasta ahora no llega a determinarse quiénes aportan armamento y municiones a los opositores que forman bandas autónomas.

En algunas de estas críticas confrontaciones han intervenido en forma descarada grupos armados de otros países, de otras organizaciones estatales.

Las Naciones Unidas no logran frenar el derrame de sangre inocente y no encuentran mecanismos para implantar la suspensión de la violencia y el asesinato inmisericorde.  

La tragedia mayor es que ese desate de violencia se origina en el control del negocio del petróleo  y no hay límite en los afanes hegemónicos por el manejo de esa riqueza.

La geopolítica está en la mayor de sus expresiones y no existe otro mecanismo que no será el de la violencia y la fuerza para frenar los apetitos de los presuntos  hermanos.

La desesperanza estriba en que se neutraliza la violencia en un país cuando, de inmediato, se afinca en el vecino: en Libia mataron a Gadafi y la violencia no terminó. Le tocó el turno a Siria y las cosas se empeoran,  día a día.

El curso del drama  no sería tan grave si se avizorara la posibilidad de que el juego geopolítico no afectase  a la población civil inocente.

Pero enfilan sus armas mortíferas en contra de sus propios hermanos, cualquiera sea el pretexto que los impulsa a la criminalidad.
La demanda en la lucha por la paz no debe dar descanso alguno a la conciencia de la humanidad.

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