Meses después de ocurrido el magnicidio del presidente Jaime Roldós (24 de mayo de 1981), una humilde mujer llegó a Quito desde Celica, en cuyas montañas ocurrió el crimen. Nos relató que su hijo, Ricardo Mendoza, había muerto de manera extraña, sin testigos, Su cadáver se halló tirado en el campo. La madre sospechaba un homicidio, y un homicidio tenebroso, pues su hijo fue uno de los testigos de que el avión presidencial cayó despedazado y envuelto en llamas. No se estrelló nunca contra el suelo. Otros testigos habían desaparecido del lugar. A la dolorida madre le dimos el débil consuelo de que, con seguridad, todo se aclararía. Ella nos respondió con firmeza:
-Qué va, señor. Aquí matan y se quedan.
Por su boca habló ese momento la trágica experiencia de todo un pueblo. El 2 de agosto de 1810, la soldadesca traída a Quito desde Lima asesinó a los patriotas que se hallaban presos. Acto seguido los malhechores ultimaron en las calles a doscientos hombres y mujeres. Cifra equivalente a una matanza de veinte mil capitalinos al día de hoy.
Nadie pagó por el crimen. Se inauguró así, con un baño de sangre, el imperio de la impunidad que ha prevalecido a lo largo de la historia ecuatoriana.
Un siglo después, el mundo vería con horror la “Hoguera Bárbara” alzada en El Ejido con los despojos de los mártires de la Revolución: los generales Eloy Alfaro, Medardo Alfaro, Flavio Alfaro, Manuel Serrano y Ulpiano Páez, además del destacado periodista Luciano Coral. Previamente, dos días antes, iguales manos asesinas habían dado muerte, degollado y arrancado el corazón al general Pedro J. Montero en Guayaquil. Todos ellos fueron víctimas del complot urdido por liberales de derecha, conservadores recalcitrantes, militares corruptos, clérigos emboscados detrás de la cruz, es decir, lo que hoy llamaríamos un sindicato del crimen organizado. En este caso, una mafia política hambrienta de carne humana. Mafia que actuó por mano de una turba ignorante, encandilada por la paga, embrutecida por el alcohol y enloquecida por el fanatismo católico. Esa turba fue condenada por el pueblo de Quito, al que se pretendió presentarlo como culpable del acto genocida. Pese al clamor universal, nadie pagó por el crimen. La impunidad siguió imperando.
Así ocurriría después con incontables matanzas de indios en las haciendas de la Sierra, con múltiples asesinatos de montubios en la Costa, con la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil, con la masacre multitudinaria del 3 de junio de 1959, igualmente en el puerto, bajo la tiranía constitucional de Camilo Ponce Enríquez.
Así ocurriría invariablemente con los asesinatos de estudiantes en diversas partes y momentos, con el centenar de chicas violadas y asesinadas en acciones atribuidas al tal Camargo en un sainete montado por jefazos de la Policía; así también en el caso Fybeca, en nombre del cual las tres Dolores hacen plantones cada semana sin que nadie las escuche. La impunidad, siempre la impunidad encima de este interminable reguero de sangre.